La herida que ha dejado la brutal DANA que ha asolado una parte de Valencia va a tardar mucho tiempo en cicatrizar. No hablo de las pérdidas humanas, que son irreparables, ni tampoco de las materiales, que visto el nivel de devastación se necesitarán miles de millones de euros para recuperar la fisonomía de una zona que, una semana después, todavía sigue presentando un aspecto más parecido al de la franja de Gaza que al de la cuarta economía del país.
Me refiero, principalmente, a la que puede haber dado la estocada de muerte a la política nacional tal y como la conocemos hoy en día. No seré yo quien entre a repartir «culpas», porque no tengo la formación suficiente como para saber sobre qué espaldas deben recaer cada una de las erróneas decisiones (u omisiones) que moldearon la tragedia. Aunque, en mi descarga, debo añadir que nadie debe saberlo a ciencia cierta, visto que según el medio de comunicación las variables son infinitas.
Sin embargo, los valencianos afectados, que son miles, y los españoles indignados, que somos todos, nos debatimos durante estos días entre la tristeza y la rabia porque consideramos, creo que con razón, que la mayoría de cargos se preocuparon antes de descargarse de responsabilidades que de asumir un mando que no hubiera parado la riada, pero, seguramente, hubiera salvado vidas.
Toda esa impotencia tuvo su impacto más visible en la visita de SSMM los Reyes, Pedro Sánchez y Mazón a Paiporta, una de las «zonas cero» de la catástrofe. Allí, lo que se vió, al margen de los energúmenos que optaron por la vía de la violencia, fue el grito de ciudadanos de a pie que se han visto abandonados por un Estado que riegan con impuestos y que, cuando lo han necesitado, ha tardado demasiado tiempo en ocuparse de ellos.
Un descontento que, no nos engañemos, se ha enquistado en cada uno de nosotros. Unido al poder de las redes sociales, donde cada vídeo y cada bulo lo han hecho más grande, nos puede llevar a un nivel de desconfianza tal que lo que queramos abrazar en un futuro sea algo más parecido a una única mano de hierro que a una administración descentralizada que, en esta ocasión (y ya van demasiadas) ha fallado de nuevo.
Nuestra democracia, nuestras libertades, nuestro estado de las autonomías, son un tesoro del que probablemente no seremos conscientes hasta que, confiemos en que no sea así, lo perdamos. Pero la riada de este otoño de 2024 no solo ha socavado autovías y túneles, sino nuestra confianza en un sistema que, repito, ha colapsado. Por favor, recuperadla.
Imagen: EFE/Biel Aliño