Podríamos hablar de esos agricultores españoles que cortan carreteras con sus tractores y producen el caos y el colapso en las entradas y salidas de nuestras grandes ciudades. Podríamos reflexionar sobre el hecho de que las organizaciones agrarias, como otras muchas organizaciones sociales, influyan más bien poco en estos estallidos sociales cada vez más frecuentes, que demuestran el calentamiento global de nuestro clima social.
Podríamos preguntarnos cómo muchos de estos nuevos movimientos de descontento se nutren de ideas acaparadas por la derecha y la ultraderecha. Al tiempo que piden ayudas y subvenciones exigen recortes fiscales que impedirían de inmediato cualquiera de esas ayudas, subsidios. Nadie quiere pagar, pero todos queremos cobrar cada vez más.
Podríamos hablar de los problemas del agua y comprobar esas mismas contradicciones de cuantos exigen más agua para sus regadíos, sus poblaciones, sus complejos turísticos y hasta sus campos de golf. Si hay que desalar, trasvasar de unos ríos a otros, explotar los pozos hasta la desecación de los acuíferos, pues se hace, caiga quien caiga.
Va a ser verdad que los próximos conflictos armados tendrán como objeto el acceso al cada vez más escaso agua existente. Cataluña muere de sed mientras los políticos procuran salvar su culo a costa de alimentar debates como el de la amnistía y el de un nacionalismo estéril, incapaz de aportar soluciones a los problemas cotidianos.
Podríamos debatir sobre la situación actual de una sanidad cada vez más colapsada, mientras se fomenta la sanidad privada, o sobre el colapso de un sistema educativo que desde la educación infantil a la universidad se ha segregado para hacer crecer el negocio de la enseñanza privada, en nombre de una inexistente libertad de elección de centro educativo.
Podríamos polemizar sobre la necesidad de promover vivienda pública para atender una demanda insatisfecha de nuestros jóvenes, o sobre las necesidades nunca bien cubiertas de una creciente población mayor que malvive arrollada por un tsunami de situaciones de dependencia.
Podríamos, pero no. No lo haremos. Es mucho más fácil, mucho más al alcance de la mano, adentrarnos en esa inmensa cortina de humo poblada de zorras de todos los gustos y colores. Zorras que roban gallinas, o que paren zorrillos. Zorras enmascaradas, armadas con espada ropera, látigo y pistolón.
Zorras taimadas, escurridizas, imaginativas, astutas. Zorras insulsas, pesadas, vagas. Zorras hechas unos zorros, machacadas, maltrechas, cansadas. Zorras de aparente ignorancia y taimada astucia. Zorras mochileras, azules, de mar. Zorras de melopea, merluza, cogorza y curda. Zorras esquineras, pelanduscas, de postal.
Zorras despreciativas de cuantas uvas nunca podrán alcanzar, salvo cuando, ya podridas, caigan al suelo. A base de tanta zorra recorriendo nuestras bocas y tanto machote dispuesto a corear entusiasmado la vieja palabra liberadora, zorra, zorra, zorra, seguro, seguro, seguro, que terminamos saciando nuestros deseos de tomar cañas en libertad en las festivas plazas veraniegas de nuestros barrios y pueblos.
No sé si realmente seremos más libres, más iguales, pero, al menos, por un instante, lo creeremos. No sé si tendremos más uvas en las bocas, pero seguro que las llenaremos de esa nueva palabra liberadora que nos hartaremos de repetir en todos los idiomas. Volvamos a ser niños y a gritar a los cuatro vientos callejeros, caca, culo, pedo, pis y ahora zorra, zorra, zorra.
A fin de cuentas vivimos en un país en el que la sabiduría popular aconseja, Pon tu culo en concejo, uno te dirá que es blanco, otro que es bermejo. Al mejor estilo gatopardista y siguiendo los grandes consejos de Humpy Dumpty, cambiemos el significado de las palabras para que todo siga igual.