Érase una vez un reino cuyo presidente del gobierno se caracterizaba por su altanería, arrogancia y soberbia. Era tal su ira cuando se le contradecía o cuando escuchaba críticas a su conducta o gestión pública, que sus consejeros, ministros y asesores no osaban nunca quitarle la razón por miedo o temor a perder su puesto y su cabeza política.
Un día llegaron a su residencia oficial dos charlatanes y rufianes que se decían sastres y convencieron al iracundo presidente de que, para celebrar su onomástica, lo mejor sería hacerle el mejor traje y complementos que se hubieran confeccionado jamás. Las mejores sedas, traídas del mediterráneo y de la zona norte, con hilo de oro, colores estrambóticos e incrustaciones de piedras preciosas.
En resumen, un traje propio de un rey, como a él le gustaba.
Pero estos charlatanes y rufianes, conociendo su personalidad, le dijeron y convencieron de que dicha vestimenta tendría una característica especial: solo sería percibido por aquellas personas que realmente fueran auténticos, es decir, progresistas y socialdemócratas. Aquellos hombres y mujeres que no eran auténticos no serían capaces de ver la prenda.
Llegado el día de las elecciones generales, el presidente se vistió con el traje y, montado en su avión y después en su caballo, salió en procesión por las calles de la villa. Las personas, miembros de su gobierno y de su partido, también conocedoras de la rara cualidad que tenía aquellas prendas, callaban y veían pasar a su presidente.
No fue hasta que un pobre niño, inocente él donde los haya, dijo en voz alta y clara: «El presidente va desnudo». Tal grito pareció remover las conciencias de todos aquellos que presenciaban el desfile. Primero con murmullos y luego a voz en grito, todos empezaron a chismorrear: «El presidente va desnudo», 2el presidente va desnudo», «el presidente va desnudo»…
Tras el recuento de los votos, los ministros de aquel presidente y él mismo se dieron pronto cuenta del error y el engaño y, cuando fueron al Ministerio de Hacienda a buscar el dinero que quedaba, se dieron cuenta que había desaparecido la mayoría del dinero, de los bienes, del oro, la plata y hasta la integridad del país. Todo para confeccionar el vestido del presidente. El engaño había surtido efecto y aquel engreído presidente iba desnudo.
El pasado sábado, Pedro Sánchez trató de contraprogramar la espectacular manifestación de Madrid contra su Gobierno con un acto en Valladolid y su equipo se preocupó a conciencia de que los ciudadanos no pudieran estropearle la foto mostrándole sus opiniones. Su propio entorno le fortificó la capital castellanoleonesa para que las quejas y abucheos no se colaran, en el ángulo de cámara del presidente.
Solo los seguidores socialistas podían acceder al recinto y al lugar del evento e, incluso estos, tuvieron que atravesar diversos controles de seguridad. El objetivo era que solo los más fervientes y entregados seguidores del «gran» Pedro Sánchez pudieran acceder al interior para adularle y aplaudirle.
Ya lo sabemos, «ojos que no ven, corazón que no siente». Y colorín colorado, este cuento se habrá acabado, el próximo diciembre.
Imagen portada: EFE