Este fin de semana, apurando mis últimos días en la aldea (como se supone debo denominarla por número de habitantes) en la que nacieron mis padres en El Bierzo, he tenido la ocasión de ver cómo es la realidad de cualquier pequeña localidad de España cuando se acaban los periodos vacacionales. Quienes solo pasan aquí los fines de semana de puente, o el verano, no perciben la agonía de estos lugares, que hace solo unos años rebosaban vida.
A partir de las seis de la tarde, especialmente en invierno, las calles se vacían y ni siquiera los pocos bares que van aguantando tienen gente. Simplemente, porque no hay. La mayoría de los habitantes son jubilados que han regresado a su tierra de origen o que han aguantado aquí después de completar su vida laboral. Pero quienes deberían tomar su relevo hace tiempo que decidieron irse, en busca de mejores oportunidades o por tener el supermercado a la puerta de casa.
Es una muerte lenta, pero, desde mi punto de vista, irremediable. En todo el entorno no hay más alternativas que la hostelería o el sector servicios, porque los empresarios hace tiempo decidieron moverse al calor de las grandes urbes. Y, subrayo, solo éstas. Madrid, Barcelona, Sevilla, Bilbao y poco más.
Porque la enfermedad de la despoblación no solo afecta a pueblos perdidos en la montaña, también está gangrenando capitales de provincia y ciudades medias. Y quien no se lo crea, que se de una vuelta por Soria y cuente la cantidad de locales comerciales que han cerrado sus puertas. Con todo lo que ello implica para los municipios colindantes que dependen de ella.
Empecé a pensar en este artículo desde la nostalgia, pero lo que me ha llevado a escribirlo es la rabia. La que me generan las promesas incumplidas desde las administraciones, sin importar el color, que en cada campaña electoral prometen que combatirán este problema que está vaciando casas y siglos de historia. Pero, cuando llega la hora de legislar, los asuntos que abordan son los de siempre siguen siendo los mismos, mientras la niebla del olvido se hace más espesa.
En cinco meses volveremos a votar. Volverán a prometer ayudas, inversiones. Pero, ojalá me equivoque, solo llegarán las palabras. Y, cuando la próxima Navidad regrese a mi pueblo, habrá menos luces en las ventanas.