Viendo la que está cayendo y cómo nos lo tomamos por estas tierras, cualquier observador sensato daría por bueno aquel refrán que reza que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Venimos de dos años pasados en los que cualquier subida de la curva de contagios nos llevaba de inmediato a establecer medidas que iban desde el confinamiento, al uso obligatorio de mascarillas, o al cierre de determinadas actividades.
Aún los chinos, que no andan cortos de personal, confinan ciudades clave en su economía, como Shanghai, que tiene más de la mitad de la población de toda España, cuando suben los contagios, aumentan las hospitalizaciones y las muertes. Pero aquí no. Aquí, lo que ayer era negro, es hoy blanco y resplandeciente.
Si alguien hoy se siente mal que vaya a la farmacia, compre un test y se lo haga, pero por favor, no colapse el sistema sanitario. Puede llamar a un teléfono gratuito, línea 900, en el que le informarán de que los protocolos han cambiado, no tiene que ir al médico, puede ir a trabajar, a estudiar, salir a la calle, tomar un medio de transporte masificado y, eso sí, procure ponerse mascarilla y guardar algo de distancia.
Si se siente muy mal, con altas fiebres persistentes, o si no le llega el aire, entonces sí, vaya a un centro médico antes de caer redondo. Por lo demás, vida normal. Esto es a lo que llaman “gripalización”. Si intentas conseguir cita telefónica (no te digo cita presencial) con tu médico, la primera cita disponible que aparece es para dentro de dos semanas, al menos en Madrid. Si quieres que te rellenen una baja, olvídate. No me extraña que los médicos vayan a la huelga.
Si tienes más de 60 años parece que lo tienes peor y entonces te tomarán el teléfono por si alguien tiene un rato para llamarte, pero es simplemente un gesto de cortesía. No esperes la llamada, porque todo el mundo está demasiado ocupado y el colapso sanitario amenaza de nuevo.
Por obra y gracia de la famosa gripalización, la vuelta a la normalidad, no a la nueva, a la de siempre, es un hecho que nos han inculcado. Porque queremos normalidad y no queremos que nos cuenten, no queremos ver, cualquier otra posibilidad. Nos han convencido de que gracias a las vacunas la Covid ya no es tan grave, es muy leve.
En muchos casos es cierto, pero las cifras siguen siendo alarmantes: Más de 105.000 contagios en la última semana, 455 muertes, una incidencia de 843 casos por cada 100.000 habitantes en mayores de 60 años y muchas comunidades por encima de 1000. Desde luego, si no formamos parte de esas 455 personas fallecidas, cualquier otra situación me parecerá leve, pero de leve esto no tiene nada.
La pandemia parece que sí ha servido, cuando menos, para domesticarnos, para dirigir nuestras vidas, gobernando nuestros miedos y utilizando nuestros intereses, nuestras necesidades, nuestras pasiones, buenas y malas. Ha servido para que aceptemos sin crítica alguna cuantas medidas restrictivas quieran imponernos.
Y no me refiero a que esa domesticación la planifiquen los gobiernos, o no tan sólo los gobiernos. Las cúpulas económicas y las direcciones de todo tipo de organizaciones han aprendido a sacar beneficios y asentarse en el poder utilizando la cultura de indignación y adocenamiento que nos trajo la pandemia.
Hay quienes nos alertan de que estamos ante la ola invisible, porque nadie la quiere ver, ni en los gobiernos, ni en las empresas, ni en la sociedad. Toda una parábola, de que vemos sólo lo que queremos ver y nadie nos hará ver otra cosa. Toda una demostración de que seguimos poniendo nuestras ambiciones y nuestras pasiones, por encima de nuestros intereses y necesidades reales. Por encima de nuestras vidas si es necesario.