Seguramente nunca llegaremos a saber el motivo real de esta prórroga, pero lo cierto es que no podría estar más contento de este adelantado regalo de Navidad en forma de «indulto», durante todo el año 2025, a los coches sin etiqueta propiedad de personas empadronadas en Madrid.
No es, ni mucho menos algo personal, ya que ni estoy empadronado en Madrid ni tengo un coche «apestado». O, mejor dicho, sí que lo es, porque para mí ya se ha convertido en una especia de cruzada denunciar, desde mi pequeño altavoz, lo que considero una medida tremendamente lesiva para los de siempre: las personas con menos recursos.
Decía que mi vehículo particular no solo no tiene etiqueta, sino que, además, luce una flamante pegatina «Eco», gracias a una motorización híbrida (que, mucho me temo, me dará más quebraderos de cabeza que mi viejo Lexus de combustión pura y dura). Un coche nuevo, más cómodo, más seguro, más moderno, más todo. Y, por supuesto, me ha hecho ilusión estrenarlo. ¿A quién no?
Es aquí donde cabe preguntarse lo siguiente: ¿alguien de verdad cree que la gente que aún conduce un Renault Laguna de 1999 con 400 mil kilómetros lo hace por gusto? Porque a mí, lo que me parece, es que su presupuesto no le permite desembolsar los más de 30.000 euros que vale, de media, uno de esos automóviles que no hacen ruido.
Habrá excepciones, desde luego, pero el parque móvil más viejo dentro de la capital suele estar en manos de personas que prefieren ahorrar para cosas como la hipoteca, dar de comer a sus hijos o abonar las cada vez más caras de facturas de suministros, antes que para sustituir su medio personal de transporte que, en muchos casos, aún funciona a las mil maravillas.
Con todo esto, no quiero decir obviamente que esté en contra de la electrificación. No obstante, creo que aún nos queda demasiado camino por recorrer en cuanto a su implementación como para cargarnos de un plumazo la herramienta de trabajo, o de desplazamiento, de miles de madrileños. Y no pienso solo en el precio, sino en la autonomía, los costes de reparación o, ya que hablamos de medio ambiente, de qué hacer con las baterías que ya no sirven.
Así que, esta Nochevieja, mi brindis tras comerme las doce uvas irá para otros doce meses de sentido común en las carreteras de Madrid.