A medida que avanzamos en el mes de noviembre, son cada vez menos los escaparates que no presentan algún tipo de decoración navideña; algunos, todavía, más modestos que otros, aunque es cuestión de tiempo que también estos sucumban en esa competición de luces y adornos que podemos ver en todas las calles de la mayoría de ciudades españolas.
Lo cierto es que la mal llamada «campaña navideña», en todo lo que esta expresión abarca, se adelanta año a año de una forma vertiginosa. Ahora mismo el rubicón es Halloween, efeméride en la que cambiamos, casi de manera automática, las calabazas por los Papás Noeles. No es descartable, sin embargo, que un plazo no muy largo de tiempo empecemos a pasear entre abetos iluminados a principios de septiembre, con la excusa de ayudarnos a combatir la depresión post vacacional que suele dejarnos agosto.
Sea como fuere, y no es la primera vez que hablo sobre este tema, no puedo dejar de sentir una sensación de felicidad y nostalgia positiva cada vez que se acerca esta última parte del año. A la cabeza me viene mi infancia, muy feliz, y esos nervios que empezaban a recorrer mi cuerpo cuando me deslumbraba bajo las miles de bombillas que no faltaban nunca – Ni siquiera en los momentos más oscuros de la pandemia, época en la que, aunque ya me pilló más talludito, me ayudaron a sobrellevar esos meses para olvidar -. Eran sinónimo de vacaciones, viaje al pueblo para reunirme con mi adorada familia y miles de aventuras en la calle con los amigos, a pesar de las gélidas temperaturas que siempre deja El Bierzo en diciembre.
Aunque mis experiencias ya no son las mismas que las de la niñez, puedo decir, creo que con orgullo, que la ilusión es la misma. Afortunadamente, conservo ese pueblo, a la mayor parte de mis seres queridos, sigo saliendo a la calle (aunque de otro modo) y, además, ahora tengo un hijo de dos años que quiero crezca con esa alegría que solo es posible durante el Adviento.
Me encantaría que también él se pusiera nervioso al escuchar el soniquete de la Lotería de Navidad; este sí, aperitivo de las fiestas como tal. Y que llorara si en vez de irnos a ver a sus abuelos el mismo viernes después del cole decidiéramos esperar al sábado por la mañana. Que esas horas, ahora insignificantes para los adultos, implicarán una cuestión trascendental para él.
Deseo, en definitiva, que nunca deje de ser un crío, igual que me ha pasado a mí, en lo que a saborear las cosas felices que nos da la vida se refiere. Y la Navidad, con todo el mundo poniendo de su parte con luces en noviembre y cenas llenas de abrazos, es la mejor herramienta para conseguirlo.