Me encanta el fútbol. Soy de los que, si mi vida familiar me lo permitiera, me pasaría un domingo entero en el sofá enlazando partidos de cualquier liga en la televisión, hasta irme a la cama a las once con los ojos aún viendo todo con un filtro verde como consecuencia de tanto reflejo de césped.
Sin embargo, hace bastante que no voy un estadio; por pereza, circunstancias de la vida y otras excusas que me autoimpongo. Pero soy de los que, cuando piso una grada, se me pone la piel de gallina con el ambiente y la animación. Y también estoy convencido de que la presión del público (ya lo vimos en la mítica Champions de las remontadas del Real Madrid) puede ser decisiva a la hora de decantar la balanza de un resultado.
Eso sí, entre la presión y el miedo hay una línea que jamás se debe sobrepasar. Un miedo que, literalmente, tenía calado hasta los huesos la primera vez que fui al Bernabéu con mi padre. Hacía apenas unos días, un niño de solo 13 años, Guillermo Alfonso Lázaro, moría como consecuencia del impacto de una bengala lanzada desde una de las tribunas del ya desaparecido Sarriá.
Quizá ese aciago día de 1992, en el que yo solo tenía siete años, marco el principio del fin de los ultras en los campos españoles. Eso sí, hasta bien entrado el siglo XX no desaparecieron por completo esos grupos de la mayoría de recintos, siempre con una labor de valentía por parte de unos dirigentes de los clubes que se dieron cuenta de un problema que era mucho más grave de lo que seguramente pensaban.
Y digo mayoría porque, como todos sabemos, aún quedan reductos. Vestigios de un pasado que, en este caso, no era mejor, y que en vez de nostalgia nos produce vergüenza. Porque no tiene sentido, ninguno, que un niño, o un adulto, o un futbolista profesional, tenga que pasar por ese pavor que sentí yo, cuando el objetivo no debe ser otro que divertirse.
Imagen portada: Mundo Deportivo