Hay un dicho que asegura que, con la Navidad, todos estamos un poquito más contentos. Yo soy uno de los que se puede incluir en ese grupo de «optimistas navideños»; de esos que ve en estas fechas una ocasión perfecta para reencontrarte con viejos amigos, volver a tu lugar de origen y, aunque luego no cumplamos ninguno, marcarnos nuevos y ambiciosos propósitos personales.
Aunque ya rondo los cuarenta años y estoy a punto de darle la vuelta al jamón, todavía queda en mí un pequeño bastión de infancia al que le hace ilusión el primer día del alumbrado en las calles, ese momento en que el Alcampo cambia los colchones por el turrón y los polvorones, o la víspera de la llegada de los Reyes Magos, aunque sepa que me caerán cosas tan poco mágicas como unos calzoncillos o unas zapatillas.
También me alegran esas primeras brisas frías procedentes de la montaña, que huelen a leña quemada y carne a la brasa, que anuncian la llegada de unos cuantos meses de abrigos y calefacciones a tope en el Metro de los que tan pronto nos cansaremos. O los centros comerciales cada vez más llenos de todos los previsores que, como yo, empiezan ya a comprar los regalos para que no les pille el toro.
Supongo que todos esos buenos pensamientos que se generan dentro de mí tienen mucho que ver con una nostalgia bien llevada, que me recuerda a todas esas cosas buenas que pueden pasar (o no) porque ya han sucedido alguna vez y que te sirven de gasolina para el motor de tu rutina. Una meta a la que dirigirte cuando te hace falta un empujón en el día a día.
Porque, en mi caso, la Navidad siempre ha sido una etapa feliz, de la que solo me quedo con los buenos recuerdos. Por todo ello, trato siempre de adelantarla un poquito con esas pequeñas señales que he descrito anteriormente. Quién sabe quizá solo es una excusa para que mi existencia sea más llevadera. Pero funciona.