Posiblemente hayan sido las políticas ambientales europeas las que con mayor impronta han dejado huella en los países y naciones miembros de la Unión y, muy particularmente, en aquellos que se incorporaron a finales del siglo pasado, como fue el caso de España.
Aquellos países y naciones compartíamos en aquel momento un rasgo común, y es que manteníamos un buen estado de conservación del medio físico, con amplios bosques y áreas naturales poco degradados. En contraste, los territorios de los países más industrializados, promotores y fundadores de la CEE, habían perdido buena parte de sus originarios ecosistemas, multitud de especies se habían extinguido y gran parte de las masas de aguas habían perdido su calidad.
Durante los años 90 y siguientes, España realizó ingentes esfuerzos en internalizar directivas a su ordenamiento, que a su vez debían ser aplicadas por las Comunidades Autónomas. En cierta medida, nos sentíamos doblemente penalizados. Por un lado, gozábamos de unos grandes escenarios que los países más desarrollados no habían ambicionado conservar en su integridad y que además se habían desarrollado en buena parte a costa de ellos. Por otro lado, nos obligábamos a desarrollar y aplicar nueva normativa más exigente que debía mantener y garantizar los niveles de biodiversidad y calidad ambiental además de incrementarlos.
En este sentido, la Directiva Hábitats permitió sumar espacios protegidos e incorporar otros que no estaban al objeto de tejer una red representativa, ecosistémica y necesaria de cuanto ofrece el solar hispano al conjunto de la Unión. La España del turismo de sol ponía en valor también su interior, su atractivo natural, sus productos y economía rural, la actividad agrícola y tradicional, su variada climatología o sus parques nacionales. Por ofrecer algún dato, en la actualidad el territorio protegido en la Unión Europea supone el 18% del total, el 30% de nuestro territorio nacional y el 40% en el caso de la Comunidad de Madrid, el mayor porcentaje, tras el caso excepcional del archipiélago canario, con el peso urbano que tiene nuestra región y el escaso suelo disponible. Es innegable el compromiso que se adquirió con la conservación y las ayudas e iniciativas que se han larvado y cristalizado en torno al territorio natural de España.
Sin embargo, planteamientos ideologizados de ecologismo extremo y apocalíptico han venido desdibujando buena parte de todo aquel esfuerzo. Los gobiernos de la izquierda han ido sustituyendo de manera progresiva los procesos productivos y generadores de riqueza y conservación del territorio por un nuevo concepto fallido.
Hemos visto estos últimos meses las mayores manifestaciones y protestas de colectivos de cazadores, agricultores, ganaderos y pescadores. Durante esos últimos años, el ministerio dirigido por la ahora candidata del PSOE al Parlamento Europeo, la señora Ribera, ha estado más preocupado por intervenir en la vida de la gente del campo que de facilitar la viabilidad de sus explotaciones o actividades.
El abandono rural es un fenómeno que tiene varias causas, entre ellas, la falta de sensación de pertenencia, de inviabilidad del aprovechamiento o de derechos en un territorio. A ello, también contribuye el desconocimiento de la milenaria actividad del hombre en la transformación y aprovechamiento de los bosques, el considerar la reforestación de millones de especies obviando los plantíos y bosques ya existentes, priorizar la eliminación de pequeñas estaciones de esquí o desmantelar los azudes y pequeñas presas tan necesarias en la Cuenca Mediterránea, obstinarse en la hiper protección del lobo sin apoyo científico o no plantearse con ambición una necesaria poda de normativa que interviene cualquier mínima actividad humana, como venimos haciendo en Madrid para facilitar el sostenimiento de los paisajes y evitar el abandono del territorio.
Contamos, gracias al esfuerzo y empuje de muchos, con una Europa construida sobre sólidas bases. Toca madurar para mantener esa Europa verde y corresponde ahora trasladar a nuestro Parlamento Europeo la energía necesaria para aplicar las reformas que requieren las necesidades y demandas actuales del campo y de nuestra naturaleza.
La España natural, rural, ha de estar viva. No podemos dejar de asistir a la lenta agonía de muchas de las manifestaciones del hombre en el territorio por absurdas interpretaciones o planteamientos maximalistas de protección a ultranza y excesiva burocracia. Defender la biodiversidad pasa por aceptar la necesaria simbiosis del hombre con ella. Nuestras dehesas, la cetrería, las razas de ganado, la gestión cinegética, las múltiples razas de perros de trabajo, los pastizales de montaña …No hay que renunciar a ello. Somos los que logramos demostrar que, con los mejores niveles de desarrollo, se podía también alcanzar, sin merma, las mayores cotas de protección ambiental.