Tal y como recordaba en mi artículo anterior, este mes de septiembre se cumplirán cinco años, todo un lustro, desde que comencé a vivir en Cataluña. No quiero, por supuesto, aburriros con todos los cambios que ha supuesto esta decisión para mi día a día. Sobre todo porque no creo que sean muy distintos a los de cualquier otra persona que se haya mudado de ciudad.
Sin embargo, sí voy a hacer hincapié en lo que quizá más me haya chocado con respecto a las dos grandes metrópolis españolas; tantas veces comparadas, tantas veces enfrentadas. Para ello, me valdré de lo que sentí en mi primer viaje desde Barcelona a Madrid.
Me remonto, creo, a un jueves de noviembre. No había puentes a la vista ni era ninguna fecha señalada. Simplemente el estertor de un frío y gris día de finales de otoño. Cogí el último AVE de Sants, por lo que ya era bastante tarde, en torno a las nueve de la noche. En mi camino a la estación, veía desde el taxi cómo la ciudad se iba a apagando poco a poco. Más allá de alguna calles y plazas concretas del centro, Barcelona ya había echado la persiana y se escondía detrás de las cortinas.
En ese momento no le di importancia, porque era un escenario más de un paisaje de fondo. De hecho, solo pensaba en el trabajo que podía adelantar en el tren, así que iba con el piloto automático puesto.
Tres horas después, ya después de la medianoche, llegaba a Atocha. Salí deprisa, tenía ganas de descansar, pero fue en el momento en el que volví a ver el cielo de la capital cuando me di cuenta de esa brecha. Madrid bullía vida, con bares y restaurantes abiertos, decenas de personas por las calles y autobuses repletos en cada parada. Empecé entonces a recordar otras rutinas de la Ciudad Condal. La de todo cerrado los domingos, la de las mesas con un solo comensal…
Cuando lo he comentado con mi entorno todos han coincidido en que tienen esta misma sensación. Y cada catalán que conozco y que viaja a la Villa del Manzanares, cuando vuelve, me dice lo mismo: me encanta Madrid.
¿La razón? Pues, seguramente, la misma que acabo de exponer y que me sigue golpeando cada vez que regreso a casa.