El próximo mes de septiembre voy a cumplir mi primer lustro como madrileño residente en «territorio comanche». En el año 2019, hacía las maletas en mi casa de toda la vida en el Barrio del Pilar y ponia rumbo a Barcelona, «por amor» como dicen los programas de variedades.
Ha llovido mucho (en realidad, en Cataluña, más bien poco) desde entonces y mi vida ha cambiado en infinidad de sentidos. Me he trasladado a una localidad pequeña donde el día a día es tranquilo, alejado de los ruidos y las prisas de cualquiera de las dos capitales. Mis viajes a mis raíces, en El Bierzo, son cada vez más infrecuentes como consecuencia de la distancia. Eso sí, cada vez que voy, lo disfruto mucho más.
Sin embargo, el verdadero terremoto que ha dado un giro de 180 grados a mi existencia en este lado del Ebro es el nacimiento mi hijo, Mateo, capaz de enfadarme, agotarme pero, sobre todo, hacerme el hombre más feliz del mundo, a la misma vez. Un pequeño catalán que, en sus apenas 18 meses de vida, ya ha sido testigo de dos elecciones en su tierra de nacimiento.
Sin haberse enterado, ha sido testigo del que puede ser el punto de inflexión más grande que ha experimentado esta región en este siglo, con la derrota, por primera vez desde hace mucho tiempo, del independentismo tanto en número de escaños como de votos.
El pasado 12 de mayo muchos nos quitamos la camiseta de nuestros ideales y la cambiamos por la del objetivo común que compartimos, aunque no os lo creáis, miles de ciudadanos con derecho a voto en Cataluña: echar, de una vez y para siempre a los artífices del «procès», uno de los sinsentidos más nocivos para España en su historia reciente, y, sin duda, una de las semillas de la brutal polarización política que nos toca sufrir hoy en día.
Ha sido, creo, la primera vez que he sentido que verdaderamente mi voto podía cambiar las cosas. Que ese trozo de papel era realmente importante y que no podía malgastar la oportunidad. Le di mil vueltas, cambién de opinión varias veces; pero, al final, voté pensando en lo que me gustaría que Mateo viera cuando empiece a comprender de verdad las cosas que le rodean.
Ahora solo queda, cosa en la que cada vez confío menos, que se cumpla lo prometido. Que más allá de los pactos se respete lo que hemos elegido en las urnas y que nos olvidemos de esteladas, referéndums y «terras lliures» para volver a pensar en sanidad, infraestucturas básicas y un plan hidrólogico que nos sirva para evitar más restricciones de agua cuando la sequía nos asole de nuevo cada verano.
Que dejen de pensar, en definitiva, en una independencia imposible y lo hagan en los millones de miles que se merecen un futuro digno.
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