Nuestra Constitución habla de mérito y de capacidad para acceder a los cargos públicos. Nuestra Constitución destaca la defensa de la igualdad y de la libertad para poder participar en el efectivo ejercicio de la democracia. Sin embargo, todo en nuestra sociedad parece planificado para premiar el mínimo esfuerzo y la corruptela.
Queremos que nuestros hijos sean ricos, manejen pasta, obtengan reconocimientos sociales basados en la capacidad coercitiva de su poder. Queremos que sean chulos, marrulleros, embaucadores, triunfadores, competitivos, exitosos.
Los mandamos al colegio más para que estén entretenidos mientras trabajamos que para que aprendan sobre asuntos como la cooperación, el respeto, el diálogo, la cultura de la negociación, la transacción y el acuerdo. Dejamos que los medios de comunicación, las redes sociales, los dispositivos móviles, les conviertan en usuarios de videojuegos, aspirantes a influencer, ávidos youtubers, o incipientes tiktokers.
Los vemos selfiar incansablemente en todas las posturas y les reímos la gracias cuando aspiran a convertir sus grabaciones en virales y ganar seguidores en cualquier delicuescente plataforma. Son nuestros hijos, son graciosos, hacen lo que les da la gana, son libres como nunca lo fuimos nosotros. Les entregamos un móvil, o una Tablet en el cochecito de bebé para que no lloren.
Consideramos normal que suspendan porque las asignaturas son difíciles, los profesores incapaces de convertirlo todo en juego, unos negados para las nuevas tecnologías. De nada sirve que los gurús de esas nuevas tecnologías, allá por Silicon Valley, lleven a sus hijos a colegios donde no tocan esos dispositivos hasta la adolescencia cuando menos.
Nadie presta atención a que países como Suecia paralizan la digitalización escolar, volviendo a los libros de texto, para evitar la aparición de analfabetos funcionales, incapaces de leer, escribir, entender lo que leen, prestar atención, concentrarse, estudiar, reflexionar, aprender… No se trata de no utilizar las nuevas tecnologías, sino de hacerlo con cabeza, cuando la cabeza se encuentra amueblada.
Por eso, tal vez, pocos prestan atención a los buenos resultados escolares. Nos da vergüenza reconocer que hay alumnos que se esfuerzan, trabajan, estudian, aprueban, sacan nota. Ser normal es suspender. Los mejores no merecen más que el reconocimiento puntual de algún tutor, de algún profesor, pero ni siquiera los centros educativos publicitan a sus mejores alumnos.
No te digo ya si se trata de las universidades, que ni se esfuerzan en captar a esos alumnos para sus aulas. El que quiera que venga, parecen decir. Por no existir no existen casi becas específicas que premien exclusivamente los buenos resultados educativos.
En los programas televisivos verás hazañas de parkour, escenas virales cometiendo cualquier imprudencia, comportamientos chulescos, insolidarios, asociales. Las últimas aventuras veraniegas y festivas de los fracasados, pero adinerados y exitosos jóvenes de familias reales. Como mucho algún, o alguna, deportista que destaque. Pero no verás casi nunca entrevistas, imágenes, pequeños cortes, noticias, hablando de ganadores de olimpiadas filosóficas, o matemáticas.
El mérito y la capacidad son palabras inexistentes para una sociedad que ha decidido no premiar a los mejores, sino a los más competitivos, salvajes y triunfadores a cualquier precio.
Así es si así os parece y así nos va.