He de reconocer que lo he sentido como una pequeña victoria. Las mascarillas dejan de ser obligatorias en el transporte público a partir del 7 de febrero y otro capítulo de la hace tiempo finiquitada pandemia queda cerrado. Hablo de triunfo porque su, nunca mejor dicho, caída, no se ha producido por una decisión racional. Este adjetivo solo hubiera sido aplicable si hubieran desaparecido hace meses. Ha sido como consecuencia de la presión de una justicia que, parece (aunque sea por el empujón de asociaciones y ciudadanos de a pie), empieza a despertar ante las tropelías que se han cometido contra todos nosotros en nombre de la salud.
El requerimiento de la Audiencia Nacional para que Sanidad envíe la documentación elaborada por la Ponencia de Alertas del Consejo Interterritorial de Salud ha sido la palanca para poner fin a un sinsentido avalado por una serie de “expertos” que, aún hoy nadie conoce. De no haber mediado esta denuncia, quizá seguiríamos dilatando aún más esta anomalía (desde el pasado 9 de diciembre somos el único lugar de Europa donde el “bozal” es obligatorio en autobuses o tren) y manteniendo esta sutil pero despiadada medida de control poblacional que, todo sea dicho, ha funcionado con demasiada parte de la población.
Aunque, como digo, que haya sido la justicia la que pida explicaciones y haga recular a los responsables me deja esa mencionada satisfacción de haber ganado una pequeña batalla y que la guerra no está perdida. Esa que debe pedir cuentas a quienes nos encerraron en casa, a quienes llevaron a la ruina a miles de negocios y familias, a quienes nos dijeron con quién debíamos cenar en Nochebuena y con quién no. A los que nos segregaron por no pincharnos, a los sanitarios que perdieron su dignidad con soflamas catastrofistas para ganarse unos minutos de fama. A los que los alentaron y lo siguen haciendo.
Unos lo harían por desconocimiento, otros por interés, algunos por pura maldad. Pero el saco debe ser el mismo, máxime cuando esta broma macabra lleva durando, aunque parezca mentira, tres años. No podemos rasgarnos las vestiduras con los aumentos de suicidios y de problemas de salud mental si luego el fin de la inhumana política “Covid Zero” en China hace que en España vuelvan a convocarse reuniones extraordinarias y algunos informativos (aunque dudo que sigan mereciéndose este nombre), de la mano de canallas que dicen ser (otra vez esta palabra) expertos, aseguran que “la pandemia podría volver a reiniciarse”.
Mi terapeuta me ha dicho que la rabia que tengo contra aquellos que siguen pidiendo “prudencia” o que coquetean con las restricciones cada vez que oyen la palabra “coronavirus” no es buena. Lo sé, debería ser más tolerante y tratar de comprender sus argumentos. Pero, lo siento, no me sale. Los meses de mi vida que he perdido no me los va a devolver nadie, ningún covidiano me va a dar una caja en la que al abrirla encuentre las interminables semanas que estuve sin ver a mis padres. Son culpables y deben pagar por ello.