Este miércoles, el consejero de Economía, Hacienda y Empleo, Javier Fernandez-Lasquetty, enviaba una carta a la ministra de Industria, Comercio y Turismo, Reyes Maroto, pidiéndole facilidades al comercio durante estas próximas fiestas navideñas en la iluminación nocturna de sus establecimientos.
En ella, Lasquetty expone que, ante la proximidad de estas entrañables fechas, que concentran entre un 25 y un 30 por ciento de las ventas del comercio de todo el año, los comerciantes y ayuntamientos están haciendo «un gran desembolso para decorar sus escaparates» y que se les debería permitir mantenerlos encendidos más allá de las 22 horas, hora límite para el «apagón» que el Gobierno central impuso este verano.
No entraré en si esta medida, ya desde su concepción, incurre en invasión de competencias, porque para eso está la justicia. Pero lo que sí hace es generar una desazón entre los ya escaldados ciudadanos que neutraliza el ínfimo ahorro energético que pueda suponer. Hace unas semanas irrumpió el horario de invierno, ese que permite tener sol a las siete de la mañana pero nos sume en la más profunda oscuridad antes de que hayamos salido de la oficina y, por ende, llevarnos a un peligroso coqueteo con la depresión.
Sin embargo, por fortuna, llega la Navidad. Esa época en la que, vale, sigue siendo de noche a las cinco de la tarde y se nos hielan hasta los pensamientos, pero tenemos la recompensa de ver cualquier rincón de nuestra localidad con bonitas bombillas de colores y los escaparates que menciona el consejero engalanados para la ocasión. Un momento, espera… Este año el grinch no es la pandemia, sino el cambio climático disfrazado de crisis y todos los paladines de reducir el consumo (cuando España ni se acerca al 1% de las emisiones globales de dióxido de carbono), envalentonados por una corriente angustiosamente cada vez más extendida que nos pide volver a la época preindustrial.
Así que ahora no nos encierran en casa, pero nos privan de disfrutar, durante veinte días, de una pequeña alegría para la vista. Que por otro lado, falta nos hace. Comentaba hace no mucho, en otro artículo de opinión, que siempre había pensado considerado las teorías de la conspiración como ideas de chalados o de gente con demasiado tiempo. Pero, desde la irrupción del Covid en nuestras vidas, cada vez me cuesta más creerme a ciegas el relato oficial.
De verdad que me gustaría pensar que es imposible que nos quieran tristes y sin ambiciones, pero el apagarnos las luces a las diez de la noche es el paradigma perfecto de una sociedad que se está autodestruyendo, aspirando a una quimérica vida mejor sin polución y con arroyos cristalinos en vez de carreteras, aunque deje a mucha gente por el camino. Porque, recordemos, las soluciones que toma nuestro Gobierno para paliar esta escasez energética, es recomendarnos que nos duchemos con agua fría y que de calefacción ni hablar. Eso sí, las centrales nucleares siguen con su plan de cierre, para seguir dependiendo energéticamente de terceros.
Por tanto, aunque la carta de Fernández-Lasquetty tenga una intención más de misil para la guerra que hay entre la Comunidad de Madrid y Moncloa, se convierte en el paradigma perfecto de lo que aquellos que tienen el poder quieren para nuestras vidas. Una Navidad oscura en una vida oscura.