Efectivamente, hay dos países. Uno está poblado por millones de personas que salen adelante con esfuerzo, conscientes de acarrear el peso de una historia larga y compleja, tan llena de proezas como de tropiezos, pero que no se refugian en ese pasado para escapar de su responsabilidad. Basta con empaparse de la libertad de todos los libros para entenderlo. En el otro país habitan apenas unos miles que medran comerciando con memorias de ocasión para mantener sus privilegios y que, tachando lo que no procede en su plan para sobrevivir, han acabado por descreer de todo. Así se descubre en su inagotable biblioteca de páginas en blanco, listas para ser reescritas una y otra vez. El primer país ha progresado siempre que ha empeñado talento y tesón, de los que está sobrado. En el segundo pretenden que la trampa y el subsidio, una vez hechos norma, asienten una prosperidad que sus promotores saben de baratillo.
En el país de los muchos se sabe honrar justamente a los héroes que lo fueron, con independencia de su credo o de su origen. Enfermeras, obreros, pastores o señores están en su nómina de ilustres. En el país de los pocos, cualquier villano puede ser celebrado si conviene al poder establecido. Asesinos sin contrición, golpistas sin fronteras o lobos con piel de madre, todo vale. El corazón de un país se encogió por el martirio de un joven valiente. En el otro país sólo late un pulso sordo de ambición, desvergüenza y olvido.
Un país es grande, rico y generoso. El otro es pequeño, mezquino y exclusivo. En el país grande resuenan las músicas y acentos propios de un pueblo hecho de muchos, el habla mestiza de una nación formidable: siempre viajera, emigrante y ermitaña, que nunca ha preguntado a nadie de dónde venía antes de tratarle como a uno más de los suyos. En el país pequeño caben muchas cosas pequeñas. Cosas minúsculas y separadas. Aldeas que se creen reinos, clanes que se sueñan naciones y alguaciles que se quieren zares. Tan ridículamente enanas como puedan llegar a serlo para rechazar a quien se oponga a ser etiquetado como en el país pequeño se hace con cada persona. El pueblo del país grande vive con naturalidad sus decenas de apellidos mezclados, venidos de todos los rincones. En el país pequeño se han propuesto aplaudir la endogamia de estirpes irrelevantes, acaso inventadas, y las identidades cuidadosamente construidas para tratar de derribar lo que quede del individuo. El país con historia no le teme a un futuro que podrá ser duro, pero que no acabará con él. El país del relato cambiante sólo sabe aferrarse a lo que no pasó para evitar afrontar el mañana.
Sí, se puede decir que hay dos países. El primero, el que tiene raíces, el que es grande y en el que caben muchos, es España. El segundo, lo han adivinado, no es Euskadi. Al fin y al cabo, lo vasco -lo etiqueten como lo etiqueten- siempre ha sido y siempre será parte de España. El país pequeño, egoísta y en constante invención es Sánchez. Él y quienes comulgan con sus renuncias, alimentan sus mentiras o aprovechan la ventaja de unos cuantos votos para convertir su presidencia en una gran pantomima. Porque escupir sobre la tumba de un héroe, e incluso hacerlo delante de un rey, acredita más como bufón que como traidor. Y es que hasta para ser lo segundo hay que creer en lo que se está diciendo. Y hablamos de quien no cree en nada. Hablamos de Sánchez; de ese país pequeño. De ese hombre pequeño.