Por la mañana sale el sol. Por la noche, se esconde. El cielo es azul, las nubes son blancas y, a veces, grises. Cuando tienes prisa no viene el metro. Y el bolígrafo que coges en un momento de apuro para apuntar algo no pinta.
Lo de arriba son ejemplos fantásticos de lo que quiero hablar hoy: la certidumbre. Siempre se habla de la incertidumbre pero nunca de la certidumbre. Sé que son buenos ejemplos porque todos hemos disfrutado del sol y todos nos hemos frustrado con la impuntualidad del metro. La certeza. Lo que ocurre siempre. Lo inamovible. O lo que tiene apariencia y aspecto de inamovible, al menos. El escritor Juan Tallón comentó hace unos meses lo muchísimo que le maravillaba un charco que se formaba en el mismo lugar de la calle todos los días. No importaba si hacía sol, si llovía mucho o si llovía poco. El charco siempre estaba ahí. Esperando. “En un mundo donde todo se desintegra y nada permanece”, explica Tallón, “cómo no maravillarse ante un pequeño charco que no desaparece jamás”.
En nuestra vida hay miles de cosas que están de pasada. Muchas más de las que nos gustarían. No puedes poner la mano en el fuego por la permanencia de prácticamente nada. La inamovibilidad, el estado líquido y no sólido, de lo contemporáneo puede ser desquiciante. Hay que aprender a convivir con lo momentáneo y aceptar la temporalidad como regla básica. Casi tan básica como las leyes de la gravedad. Ya quisiera yo no tener que contaros esto, pero es que es lo que hay. No hay paños calientes ni lindezas lingüísticas que lo adornen ni le coloquen almohadas a su alrededor para que el impacto no duela tanto.
Aun así, por supuesto que hay certezas ahí fuera, en la selva. Las más obvias son la familia o los amigos. También uno mismo, por suerte o por desgracia. Yo siempre comento que una de las cosas que más le agradezco al fútbol es su inamovibilidad. Siempre está ahí. La certeza del fútbol cada fin de semana es una muestra de que todo está en orden. Me agarro mucho a eso, aunque haya ocasiones en las que ni siquiera vea los partidos. Es como asomarse a la habitación donde un bebé duerme y ver que todo está bien.
Otra de mis certezas desde hace varios años es Roland Garros entre mayo y junio. Y que lo gana siempre Nadal. Me acuerdo muchísimo de las tardes después de volver del instituto esos meses y que el tenis estuviera puesto en la tele del salón. Con las persianas semi bajadas para que no entrase el calor de los rayos del sol y con mi padre viendo todos y cada uno de los partidos. No importaba cómo me hubiese ido aquel día en clase. El sonido de las raquetas con antivibrador fenomenalmente descrito por Alex Corretja el pasado fin de semana reinaba en mi casa. Y siempre reinará entre los meses de mayo y junio.
Puede que llegue el momento en que no sea la raqueta de Nadal la que más tiempo suene. Y subrayo el ‘puede’, porque yo con este tipo ya no me atrevo a anticipar ni predecir absolutamente nada. Pero sé que Roland Garros, como el fútbol los fines de semana, aparecerá eternamente. Mi padre bajará un poco las persianas y se sentará a ver un partido completamente intrascendente.
Certidumbre, pero también incertidumbre. Las dos conviven con nosotros. El sol aparece y desaparece, pero a veces el metro llega a tiempo y los bolígrafos pintan. El charco ahora se seca y ya no podremos verlo más. Pero la lluvia que lo forma permanece.
Imagen: EFE