Sobre las doce del mediodía es cuando me tomo el descanso en el trabajo. Lo hago en forma de paseo de quince minutos por las calles alrededor del edificio donde tengo que ir todos los días. Exprimo esos instantes con tanta fuerza que me duelen luego los dedos. Pienso las cosas que no entiendo y que no puedo pensar cuando estoy trabajando. Cuando mi productividad se aparenta y sucede al mismo tiempo.
Salgo de la oficina y paso por delante de un colegio. Aún no he mirado cómo se llama. Los nombres de los colegios nunca me han dejado indiferente. Espero siempre nombres rimbombantes. De los que son imposibles no repetir despacio cuando te lo dicen. Justo es la hora del recreo. Puedo escuchar las suelas de las zapatillas de los niños resbalando en la pista. Me acuerdo de cuando eran mis zapatillas las que chillaban notas agudas en el recreo. De cuando el único nombre de colegio que me sabía era el mío, y por accidente.
Jugábamos siempre al fútbol. Incluso cuando no había balón. Esos días utilizábamos el tetrabrick del zumo de algún compañero. El que más compacto estuviera después de haberse quedado vacío, aunque luego tuviera el mismo aguante que uno aplastado. Eran los partidos más entretenidos y algunos no los querían jugar. No lo entendía.
El viaje de ida del paseo termina siempre en un Carrefour cercano. Es un Carrefour amplio, extenso, gigante. De los de varias puertas y productos que no volverás a ver en la vida. Me pregunto qué tipo de persona hace la compra, la del mes, en un supermercado como este. Uno que parece más una atracción, un monumento señalado en el mapa, un lugar de turistas de extrarradio como yo.
La persona que hace allí la compra tiene dos perros con nombres de tres sílabas. Princesa y Canela, por ejemplo. La persona que compra ahí no se fía del semáforo de Nutriscore. No lo entiendo. Yo, de comprar algo, no me gasto más de dos euros en un bocadillo pequeño y coqueto de jamón con tomate.
Durante la vuelta paso por delante de edificios con cristaleras monumentales. Parece la habitación de los espejos de algún parque de atracciones de alguna serie de televisión. Yo por las mañanas ya sé qué ropa me voy a poner. Lo decido la noche anterior. No gasto un segundo de mi tiempo ni de mi delicada concentración matutina en pensar la apariencia del día. Pero en el camino de vuelta me miro en los cristales. Ahí se lleva a cabo el juicio y la valoración. A las doce del mediodía he juntado energía y criterio suficiente para evaluar la elección de mi yo de la noche anterior.
Mientras trato de mirarme lo más discretamente posible pasa gente a mi alrededor que no gira la cabeza. Eso sí que no lo comprendo. Desde la Prehistoria lleva el ser humano mirándose cada vez que puede. ¿Cómo vas a venir tú, con tu patinete eléctrico y tu camisa a rayas horizontales, a negar un instinto básico? Al final termino el paseo y llego de vuelta a la oficina hasta enfadado.
Me siento en mi silla y vuelvo a encender la pantalla del ordenador. Tengo abierto Twitter siempre. Quizá haya quien no lo entienda. Ni el propio Twitter ni tenerlo en una pestaña abierto. No lo sé. También llevo un reloj sin pilas solo porque es bonito y porque me da pereza ir a que le pongan una. También me compré una armónica hace dos meses con la mejor de las intenciones y apenas la he sacado de la caja.
Al final quién es nadie para decir nada.