Existen dos tipos de alegrías: la que se genera por lo bueno que te ocurre a ti y la que se genera por lo bueno que le sucede a quienes quieres. A la primera no sé qué nombre ponerle. A la segunda me gusta llamarla alegría genuina.
Alegría genuina, porque es el tipo de alegría que más cosas dice sobre uno mismo. Quiero decir, quién no va a sentirse contento por las concesiones que nos da la vida. La primera alegría, la ‘alegría A’ -pongámosle ese nombre-, es la más fácil de sentir. No dice mucho sobre nosotros mismos alegrarnos por lo bueno que nos sucede. No tiene demasiado mérito. Es tan sencillo conseguirla que no se me ocurre ninguna metáfora para facilitar la comprensión. No necesita símil alguno para entenderla. La ‘alegría A’ es una encina: fácil de localizar y de cuidar.
Sentir alegría genuina es una virtud perenne que me gustaría poseer para siempre. No por momentos. No quiero decir que no me alegre nunca por lo bueno que le sucede a los que me rodean, pero sí que un pensamiento ocurrente que me sobrevuela la cabeza en esos momentos es “y por qué estas cosas no me pasan a mí”. No me considero una mala persona o un egoísta. No más allá de los niveles normales, o mejor dicho, comunes. Compartidos por todos. Pero me sienta mal pasar por esos segundos de cuestionamiento. Es como caminar por un paseo marítimo precioso, con una puesta de sol que parece eterna y con colores naranjas de ámbar y cobre, y no prestarle atención porque tienes una piedra dentro del zapato.
Creo que la alegría genuina posee también un modificador que resulta clave en el proceso. Si la buena nueva se trata de algo que piensas que es alcanzable también por ti, el sentimiento de “y por qué no me pasa a mí” se prolonga durante unos segundos extra. Si el logro fuera en relación a un ámbito que ni nos va ni nos viene nos nacería una alegría genuina sin parangón, sana y completamente natural. En mi caso, por ejemplo, el ámbito irrelevante podría ser la informática. Un viejo amigo mío me cuenta de vez en cuando cosas sobre su nuevo ordenador, sus componentes o las aplicaciones -llamémoslas así- que le instala. Le veo tan contento e ilusionado que es imposible no alegrarse por él. Y es porque le quiero, por supuesto, pero tengo la duda eterna de qué pasaría si quisiera tener todo eso yo también.
Me gustaría saber si esto que me ocurre a mí también le pasa a más personas. Quiero pensar que sí. Que no es propio tan solo de Alberto Viña. Creo que las buenas personas son más. Somos más. Quiero incluirme en el grupo, permitídmelo. Pero también creo que a la integridad del ángel siempre le aparecen grietas. Que es imposible no sentirse mal en algún momento ni comportarse bien en todas las situaciones. A vivir se aprende fallando en el proceso. Tomando los senderos equivocados. Pero tener una red de seguridad que te garantice caminar bien sea cual sea el camino son las mejores botas para recorrerlo.
Querría que mi alegría genuina fuera tan natural como los atardeceres de ámbar y cobre en los paseos marítimos. Querría observarlos quieto, sin preocuparme por ninguna piedrecita en el zapato. Querría que fuese una virtud perenne y no caduca. Como las hojas de una encina.