En mi biblioteca figura un libro con una dedicatoria especial: la historia desde el s. XVI de un pequeño pueblo del interior de España, investigada, escrita y dedicada por un amigo de la familia. Una de las curiosidades que se pueden leer es que uno de mis ascendientes, allá a mediados del s. XVIII, fue familiar de la Santa Inquisición.
Como muchos sabréis, los familiares del Santo Oficio eran personas externas a la organización que vivían integradas y ocultas en el mundo civil y cuyo cometido era denunciar de forma anónima los ataques contra la ortodoxia y pureza del credo religioso.
La herejía de aquella época se basaba en tres elementos fundamentales: por un lado la pureza religiosa, entendida como el seguimiento acrítico y literal a la norma moral que en cada momento fuera dictada por la autoridad religiosa o civil (que frecuentemente se confundían). Por otro, el desprecio a la verdad. No se castigaba que la proposición fuera falsa, sino que atentara contra la ortodoxia religiosa establecida. Y por último, la culpabilidad. El acusado era culpable siempre que no pudiera demostrar lo contrario, y además la herejía contaminaba toda la persona. Daba igual cuál hubiera sido su actitud en otros órdenes de la vida. La simple acusación de hereje destruía su prestigio personal y le condenaba al ostracismo, cuando no a la muerte.
Esos familiares vivían en la clandestinidad. El delator podía ser un hermano, vecino, amigo, hasta el marido o esposa. Y una vez había sido tramitada la denuncia en un procedimiento secreto, sin que pudiera conocer su identidad ni el contenido de la denuncia, la acusación de herejía caía sobre el culpable sin remisión.
Evidentemente, los tiempos han cambiado. Hace tiempo que no existe la Santa Inquisición. Nuestra legislación prohíbe los procedimientos secretos y todo acusado tiene el derecho fundamental a la defensa. En un primer análisis podríamos concluir que la herejía ha desaparecido de nuestra sociedad. Y sin embargo, si rascamos incluso superficialmente la pátina de civismo que impregna las sociedades actuales, veremos que en muchos casos el concepto de herejía continúa presente, y – para nuestra preocupación – toma cada vez mayor relevancia.
¿Cómo se manifiestan las herejías modernas? Si alzamos la vista a nuestro alrededor, veremos que los criterios para configurar una acusación de herejía son muy similares a los de las sociedades antiguas, especialmente el desprecio a la verdad. Al colectivo ofendido en sus principios intachables no le preocupa comprobar si la afirmación es cierta. Al contrario, alardea de no hacerlo. Simplemente va contra la moral dominante y, en consecuencia, debe ser automáticamente calificada de herejía y su autor condenado a la muerte civil.
Si miramos a nuestro alrededor encontraremos infinidad de casos en los que sin refutar la posición del adversario, se denegará el derecho de participación en el debate. Acusándole de hereje contra la moral dominante, a continuación se solicitará sin más su muerte civil. Se trata de esa mentalidad que nació hace ya algunos años en las universidades norteamericanas, que se ha extendido hacia toda Europa y que impregna actualmente la mayor parte de los ámbitos de nuestra sociedad.
¿Cuál es la consecuencia? Pues que con independencia de los mecanismos de contrapeso y balance que tenga la sociedad, se está produciendo una importantísima carga de censura (y de autocensura) en cuanto a aquello que se puede decir en público. Infinidad de personas tienen miedo de manifestarse acerca de temas relevantes. Y esta autocensura – al igual que en el pasado – es independiente de la veracidad de la afirmación. Da igual que se pueda demostrar que la Tierra gira alrededor del Sol. Simplemente va contra el dogma y rápidamente surgirá un nuevo cardenal Belarmino, incendiado con la fiebre del converso, dispuesto a despachar nuestro castigo y muerte.
¿Por qué sucede esta situación? ¿Cómo hemos llegado a un esquema de pensamiento y de comportamiento social en el que se considera aceptable negar el derecho a la verdad?
En mi opinión, esta aparente contradicción situación está relacionada con el concepto de evolución social. A lo largo de la filosofía contemporánea se ha entendido con mucha frecuencia que la sociedad evoluciona, de manera inmanente, hacia un mayor grado de civismo y de tolerancia. Aquellas situaciones en las que puntualmente se violara ese principio de civismo y tolerancia serían con independencia de los esfuerzos de esa misma sociedad para evitarlo. Esta visión nace de Rousseau, está presente en Hegel, se desarrolla en la paz perpetua de Kant, posteriormente en el socialismo utópico (Saint-Simon, Cabet, Fourier) y llega a su cima con Marx y Engels.
Exclusivamente en mi opinión (y espero que no se me condene por ello) en ningún caso a través de la historia aprecio que este principio se haya cumplido a través de los tiempos. Muy al contrario, la historia nos demuestra que como decía Hobbes, el hombre es un lobo para el hombre y que la sociedad, con independencia de que los contrapesos sociales en ocasiones consigan sostener el civismo y la tolerancia en mayor o menor medida, tiene una tendencia innata hacia la autodestrucción. En este sentido, la evolución social sería similar, de manera figurada, a la evolución genética: absolutamente ciega. En algunas ocasiones, las mutaciones darían lugar a una mayor adaptación al entorno, pero en muchas otras, las mutaciones serían dañinas para el cuerpo social.
Por ello creo que la causa de esta tendencia hacia la censura y aislamiento social está en el propio concepto de sociedad. Las sociedades no son ni buenas ni malas, ni evolucionan hacia la Arcadia feliz. Los intolerantes, al igual que los familiares de la Inquisición, están por todas partes. Torquemada está entre nosotros. En consecuencia deben intentar establecerse los medios necesarios para que los intolerantes no consigan su objetivo. Y el primer paso será (siempre) reforzar la libertad de expresión.
Sin duda que la libertad de expresión puede ser mal usada, para esparcir la duda, el miedo o el engaño. Sin embargo, es probable debamos asumir ese mal uso, valorando que el precio a pagar por su limitación sea mayor que el beneficio buscado. Asistimos a situaciones absolutamente impensables hace unos años, en las que (por traer un ejemplo) redes sociales censuran directamente a opiniones que se apartan de los argumentos de los Gobiernos sin que sea posible ni siquiera demostrar que se encuentran equivocados. Se les censura no porque estén equivocados, sino porque van en contra del pensamiento dominante. El s. XVII ha vuelto.
Así pues, creo que en el contexto en el que nos encontramos, el valor de una amplísima libertad de expresión es sensiblemente superior al que pueda tener la censura de ciertos comportamientos o declaraciones inadecuadas. La incapacidad de saber qué es bueno o malo, qué es verdad o mentira, unido a la necesidad de que toda la sociedad se defienda de los comportamientos omnímodos del poder que estamos sufriendo hace que la libertad de expresión sea hoy la más necesaria dentro del conjunto de derechos fundamentales establecidos por la Revolución francesa.
¿Significa esto que la libertad de expresión es absoluta? ¿Debe prohibirse cualquier intento de censura? ¿Deben permitirse las amenazas directas o la burla a situaciones de daño físico? No tengo respuesta. No sé dónde debe establecerse el límite, probablemente sea imposible saberlo. Pero, sin embargo, lo que sí sé es que casi cualquier límite – por ínfimo que sea – puede conducir a una situación de censura o de aislamiento social del pensamiento crítico, y creo que debe evitarse. Deben removerse pues de forma taxativa aquellos mecanismos o actitudes que busquen socavar la libertad de opinión e información, y debe actuarse de forma tajante contra quienes intenten fundar el Santo Oficio del s. XXI.
¡Un momento! ¿Cómo puede defenderse la absoluta – o casi – libertad de expresión y a la vez remover a quienes tienen una opinión diferente de la nuestra, por odiosa que sea?
La respuesta es la paradoja de la tolerancia de Karl Popper, tal y como la definió en 1945 en “La sociedad abierta y sus enemigos”.
Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia.
Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente.
Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales, sino que, por el contrario, comiencen por acusar a todo razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que prestan oídos a los razonamientos racionales, acusándolos de engañosos, y que les enseñan a responder a los argumentos mediante el uso de los puños o las armas.
¿Podemos limitar el derecho a la discrepancia? ¿Incluso de los radicales o tiranos? ¿Nos convierte eso en intolerantes? Cómo en todo dilema filosófico, no hay respuestas, solo reflexiones. Pero podemos concluir con Rawls y Popper que si la sociedad permite tales conductas, puede llegar a estar en riesgo su propia existencia.
¿Cómo cuadrar el círculo? Una aproximación vendría por la teoría de la colisión de derechos (que afectaría al equilibrio social). Si no está en riesgo el propio modelo social, mantener a los intolerantes a la vista y someter sus exabruptos al escrutinio social puede ser justo, y además positivo. Pero en caso contrario, prevalecería el derecho a la legítima defensa social (Rosenfeld) y tenemos no solo el derecho, sino el deber de cortar de raíz las manifestaciones de intolerancia.
Así pues, defendamos la libertad de expresión en todas partes y a todas horas. La de verdad, la que autoriza a los demás a decir lo que nosotros no queremos escuchar. Hoy las hogueras han desaparecido, pero se mantienen los autos de fe. Luchemos contra esos Torquemada que viven entre nosotros a la espera de salir de la oscuridad y apoderarse de nuestra libertad.