diciembre 27, 2024 2:47 am
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Por una medicina verdaderamente humana

Rosario nació en 1953 en Vigo y murió a principios de este año en su ciudad natal. Rosario, fundadora de una ONG de apoyo a la infancia, luchadora de mil batallas, no pudo superar un cáncer avanzado y sus complicaciones. Tristemente, en el calendario de la vida estaba marcado su final en 2022.

Lo que no estaba marcado, ni debió estarlo nunca, fue cómo murió. Ingresada por una infección, aislada por covid en una fría habitación, desorientada, agitada y posteriormente sedada debido a su agitación. Y sobre todo sola. Muy sola. Porque no se permitió a nadie acompañarle pese a su gravedad (estadio IV) a su desorientación y a que todos sus familiares habían pasado la enfermedad y estaban vacunados. Pero los protocolos… ay, los protocolos. Solo le permitieron acompañarla cuando ya estaba inconsciente. Porque claro, los protocolos…

A finales de marzo de 2020, cuando cada noche se acercaba la hora de los demonios, muchos profesionales de la medicina derramaban lágrimas. Y no era por su propia situación – que bien lo merecía – sino por la angustia de sus pacientes gravemente enfermos, y especialmente por su incapacidad para darles lo que todas las guías de Bioética les reconocen: el calor humano que aliviara el curso de su enfermedad, o cuando ya no se podía hacer nada más, el tránsito hacia lo desconocido.

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Decenas de miles de personas murieron – como Rosario – en la más absoluta soledad. Abuelos, padres e hijos no tuvieron esa oportunidad que a nadie debiera negarse. No estoy condenando lo que sucedió entonces. Es fácil verlo en retrospectiva, pero no se puede juzgar sin rememorar el horror. La ausencia de medios, de protecciones, el miedo a lo desconocido, condicionaron el comportamiento de todos. Hubo personas, especialmente en UCI, que se saltaron la norma para arropar a pacientes en su último viaje, pero en modo alguno haré un reproche a quienes no lo hicieron: todos tuvimos miedo. Mucho miedo.

Sin embargo hoy la situación es diferente. No solo en UCI, sino en toda la infraestructura hospitalaria, existen los medios de protección que adecuadamente usados previenen la infección. Todo el que lo desea está vacunado. Hemos aprendido mucho sobre las vías de contagio y sobre el curso de la enfermedad. Y sin embargo casi nada ha cambiado: en un gran número de casos, personas como Rosario siguen viviendo su enfermedad en régimen de aislamiento y ¡ay! muriendo en soledad.

No creo que sea un problema generalizado de la profesión médica. Existen, sin duda, almas negras que se sienten muy cómodas en la actual situación. Pero también existen almas blancas, como las que actualmente impulsan Proyecto HUCI (Humanización de los Cuidados Intensivos) que trabajan por una medicina más digna, más empática, más humana. Soy positivo y me quedo con ellos.

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Probablemente tampoco es algo que se deba achacar al 100% a la pandemia. A lo largo de los años hemos construido una medicina técnicamente excepcional: podemos sacar adelante a prematuros de quinientos gramos de peso, o podemos mantener vivo a un paciente conectado a una ECMO. Pero en ocasiones parece que esa tecnofilia ha dejado de lado la humanidad. Se ha abandonado el perfil de sanador para adoptar el de tecnólogo sanitario.

En todo caso, ha llegado el momento de deshacer el camino. De volver la vista atrás, y tras una reflexión entre todos, reconstruir esa medicina que añoramos, esa ciencia que pone al paciente en su centro de decisión. ¿Que por qué? Debiera bastar con remitirme al principio de estas líneas: porque es un derecho que la Bioética reconoce a los pacientes. Pero iré más allá: está documentado que esa humanidad es beneficiosa, tanto para el tratamiento y recuperación del propio paciente, como para el duelo individual y familiar cuando las armas terapéuticas ya no pueden seguir batallando contra el mal. E incluso está documentado que la soledad del paciente, especialmente en la antesala de la muerte, provoca una grave ansiedad en los profesionales sanitarios que le atienden.

Así pues, es difícilmente discutible que las restricciones durante la estancia hospitalaria (y especialmente cuanto más arbitrarias son) incrementan el dolor, la confusión y la ansiedad tanto de los familiares como de los pacientes. Existe amplia evidencia de que el paciente sufre menos, evoluciona mejor y sana antes cuando se encuentra en un entorno amigable. Como un hospital no lo es, la presencia de los familiares mitiga esa ansiedad y tiene impacto directo positivo en la salud de los ingresados. ¿Queremos privarles de ese tratamiento tan sencillo, barato y satisfactorio?

Me permito sugerir, pues, algunas recetas para avanzar hacia ese objetivo compartido. No son grandes ideas, son mas que nada principios que deben inspirar la gestión hospitalaria. Avancemos. Mañana mismo. Siempre hay algo que se puede hacer.

  • Política de puertas abiertas. Mas que una descripción literal (que también) es una filosofía de gestión. Estimado familiar del paciente, usted siempre será bienvenido. Haremos todo lo posible, dentro de la práctica médica, porque pueda compartir su tiempo con el enfermo. Y le mantendremos siempre informado.
  • Todos somos vulnerables. Por supuesto que una persona de 80 años o con sus facultades mentales mermadas tiene una dependencia adicional, pero quien se enfrenta a escuchar un diagnóstico del que puede depender su vida, la embarazada que va a dar a luz, quien va a ser operado al día siguiente… Todos tienen miedo. Deben ser curados, pero también confortados y consolados.
  • Cuidado de los profesionales. Por supuesto, los profesionales también sufren, y tienen derecho a ser atendidos.  Deben disponer de los medios necesarios, deben tener un trato laboral justo y deben ser cuidados en sus necesidades, especialmente en los momentos de alta carga de trabajo.
  • Paliativos. Qué decir que no se haya dicho ya. Humanidad, cercanía, instalaciones confortables, privacidad. Mucha privacidad. Y presencia constante de apoyo. Todos haremos en algún momento nuestro último viaje, y siempre que sea posible, hagámoslo en un entorno amigable. Que lo último que oigamos sea la voz del ser querido que agarra nuestra mano antes de sumergirnos en la gran oscuridad.

Mientras llego al final de estas líneas, quiero hacer mías las palabras de Proyecto HUCI. Desprenden empatía y sensatez a partes iguales y son una magnífica descripción de este objetivo.  Ojalá nunca haya más Rosarios en nuestros hospitales. Al menos en Galicia se cambió parcialmente el protocolo tras su muerte: ahora se puede visitar con un EPI. Magro consuelo.

“No podemos escudarnos por más tiempo en argumentos amparados en la Salud Pública sin más, que omitan los conocimientos científicos sobre el bienestar físico y emocional de pacientes, familias y profesionales. En este momento es necesario y urgente ofrecer protocolos y alternativas coherentes con la situación pandémica actual que sean respetuosas con la dignidad del ser humano enfermo y necesitado de cuidados. Debemos dar más a quién más lo necesita y no quitarle elementos de cuidados y amor que no precisan de evidencia científica (aunque existe) para demostrar su idoneidad, necesidad y sensatez”.

La vida es incertidumbre: ninguno tenemos la seguridad de que mañana veremos salir el sol. Pero sí deberíamos tener la razonable certeza de que en nuestro ocaso habrá empatía y no portazos. Por eso, y en homenaje a todos los que murieron solos, que brille para ellos la luz eterna.

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