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Ética para Carlitos

Querido Carlitos

Permíteme que te cuente un breve relato.

En 1962 una empleada de la FDA llamada Frances Oldham Kelsey recibió de manos del presidente Kennedy el President’s Award for Distinguished Federal Civilian Service. La doctora Kelsey, hasta entonces una completa desconocida, era honrada con el máximo galardón para empleados civiles en Estados Unidos.

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Su historia se remontaba a dos años antes, cuando esta canadiense doctora en medicina y experta en farmacología fue contratada por la FDA para su departamento de análisis de medicamentos.

Una de sus primeras responsabilidades fue autorizar la petición de comercialización de un nuevo medicamento llamado Kevadon. Habitualmente, estos procesos solían ser rutinarios, pero Kelsey era una experta en teratogenia y dada la trascendencia de los potenciales afectados solicitó información adicional.

Durante dos años, la farmacéutica presionó a sus superiores en la FDA para que se autorizara la comercialización sin aportar más estudios de relevancia, pero ella resistió firmemente, y a finales de 1961 su tesón se reveló providencial cuando llegaron los primeros informes desde Gran Bretaña y Alemania: la talidomida causaba importantes efectos secundarios en el sistema nervioso de las embarazadas y – por extensión – afectaba gravemente al feto.

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La historia del Kevadon (talidomida) y sus consecuencias, no por conocida menos impactante, nos trae a una cuestión de absoluta actualidad, relacionada con el tratamiento que la sociedad occidental ha administrado a nuestros menores de edad en los dos últimos años. En suma, vinculada con la ética de nuestra relación con la infancia.

Me preguntas, Carlitos ¿por qué una ética de la infancia?

Porque a lo largo de estos dos años se han escrito y publicado diversos ensayos acerca de lo que podríamos llamar la “ética de la pandemia”, pero pocos de ellos han tenido como objeto y temática a los menores de edad. Y generalmente han estado enfocados, desde una perspectiva meramente utilitarista, a la conveniencia de la vacunación. Casi ninguno ha incidido en la figura del niño como sujeto de derechos. Y ¿sabes? debido a ese enfoque utilitarista, aquí, en nuestra tierra, hace dos años se otorgaron desde el poder político más derechos a los perros que a los niños.  

Pero esa cita … el contexto ha cambiado. Han pasado 60 años

Evidentemente las circunstancias son diferentes. En aquel entonces – por ejemplo – no existía en Alemania ningún organismo encargado de revisar las solicitudes de autorización de medicamentos. No estoy comparando – o sí – la gravedad de ambos escenarios. Pero equiparo la falta de visión crítica de la industria y de las autoridades (nadie pensaba en el embrión como afectado potencial) con el comportamiento de una buena parte de nuestros políticos, profesores o adultos en general, cuando han tomado decisiones sin pensar ni un minuto en las consecuencias para algunos de sus afectados.

Por este motivo he querido aprovechar esta tribuna para aportar una pequeña reflexión (exclusiva y absolutamente personal) acerca del papel de los menores en nuestra sociedad y de cual debe ser nuestra aproximación hacia ellos, hacia sus problemas y necesidades, su cuidado y bienestar. Porque discutimos sobre la eficiencia de confinamientos, colegios cerrados, mascarillas o el impacto en el aprendizaje de los más pequeños, pero nadie reflexiona previamente sobre su bondad o maldad intrínseca.

¿Eso es realmente importante?

Piensa, Carlitos, que si alguien defendiera matar a los contagiados para evitar la expansión de los contagios, inmediatamente habría una marea de opiniones que incidiría – con razón – en la falta de ética de esa propuesta, pese a que en teoría sería eficaz. Se habla también diariamente de la perspectiva ética y moral de negar la entrada en UCI a los no vacunados. ¿Por qué no se hace lo mismo con el impacto de las medidas en los niños? ¿Por qué se analizan solo desde una óptica adulta? ¿Por qué nadie se pregunta si tener a los niños ocho horas enmascarados un día tras otro durante dos años es admisible desde la ética? ¿Desde la perspectiva del bien común, son los niños menos personas que los adultos?

Por eso, huyendo de retórica filosófica y de estilismos innecesarios (no hablaré del ethos, prometido) y con palabras llanas, en nuestro idioma común, quiero interpelar al lector y tratar de aflorar algunas respuestas a preguntas como ¿qué es un niño? ¿qué es la ética? ¿qué derechos tiene? ¿Cuál puede ser el marco de análisis ético?

Y mi objetivo al final de estas líneas será aportar esa mirada – insisto que absolutamente personal – acerca de qué principios debieron inspirar nuestro trato hacia los menores, y si bajo su luz se actuó correctamente. Aprendamos del pasado para construir el futuro.

¿Qué es un niño?

Es frecuente que se hable, de de forma general, de “niños” o de “menores” cuando intuitivamente todos somos conscientes de que si toda generalización es peligrosa, en este caso es directamente inviable. Nos hallamos sin duda ante casos muy diferentes.

Tú, Carlitos, lo sabes muy bien. Un bebé es el ser mas desvalido que existe sobre la tierra y solo sobrevive gracias a los cuidados de su manada. Una niña de ocho años podrá tener una cierta capacidad de razonamiento, pero su comprensión de la realidad no puede situarse a nuestro mismo nivel. En cambio, con un mozo barbudo ya cercano a la mayoría de edad se puede habitualmente razonar y negociar – casi – como con un adulto. Por ello, si hablamos de una mirada etica hacia los niños, debemos primero preguntarnos ¿qué es un niño? ¿De qué edad hablamos?

Por simplificar, en las próximas líneas hablaré en general de “niños” de “menores” o de “infancia”. No obstante, quede constancia (obvia) de que no es lo mismo un bebé que un niño pequeño, una adolescente o un joven de 17 años. Sus necesidades, su independencia, su comprensión de la realidad, hasta su capacidad de comunicarse con nosotros son totalmente diferentes. Los principios éticos serán los mismos (todos son menores de edad) mas su aplicación práctica podrá diferir en algunos casos.

De acuerdo ¿cual es su posición moral dentro de la sociedad?

Tradcionalmente, el niño se ha considerado – desde una óptica de beneficencia – como un ente a proteger, casi como una inversión familiar, sin que quedara especialmente claro de donde surgía ese deber de protección y cuidado. La Declaración sobre los Derechos del Niño (Ginebra, 1924) fue la primera en considerar al niño como un sujeto de derechos (sociales, no civiles). No fue sino hasta la Declaracion de los Derechos del Niño (1959, Nueva York) cuando comenzó a verse a los menores como sujetos de derecho “normales y corrientes” en el ordenamiento juridico. Tras la Convención de los Derechos del Niño (aprobada por la Asamblea General de la ONU en 1989) hoy no cabe ninguna duda de que el ordenamiento jurídico occidental considera a los niños plenos sujetos de derecho.

Pero incluso cuando nuestra ley ya reconoce a los niños – en cuanto personas – como plenos sujetos de derecho, cabe preguntarse: ¿es suficiente? ¿No hay ningún elemento diferencial? ¿La mirada del legislador debe ser igual para un adulto que para un niño?

En mi opinión NO.

Quizás no somos conscientes, pero el niño (y siempre sin perder de vista las distintas edades que hemos comentado) tiene una característica adicional que lo hace diferente a cualquier otro sujeto (quizás con la excepcion de los incapacitados): en mayor o menor medida, no cuenta con autonomía de la voluntad para llevar a cabo el ejercicio de sus derechos, sino que éstos se ejercen siempre bien a través de quienes tienen su patria potestad, bien a través de la Administración o Tribunales que los tutelan, todos ellos compuestos siempre por adultos.

¿Cómo podemos pues considerarlos iguales? ¿No han de ser diferentes? ¿No deben tener un nivel de proteccion adicional? ¿No es preciso protegerles hasta de nosotros mismos?

El niño como sujeto especial de derecho

Por eso creo que desde una perspectiva ética, y siguiendo la Convención de Derechos del Niño, debemos considerarlos sujetos especiales de derechos, que tienen plena personalidad y capacidad jurídica, pero que al no ostentar generalmente la autonomía para hacer valer sus intereses y estar por el contrario supeditados a las decisiones de los adultos, merecen una especial cautela y protección en sus necesidades.

Una vez tenemos claro este extremo es fácil aproximarse a cuales deben ser los principios informadores de nuestra relación con ellos: aquellos que les protejan de los propios adultos.

 Así que en mi opinión, y siguiendo tanto la Convención de 1989 como otras muchas aportaciones en este campo, estos principios se podrían resumir en dos:

  • El supremo interés del menor
  • Primum non nocere

En suma, desde el momento en que somos los adultos quienes les representamos en el ejercicio de sus derechos, debemos tener la absoluta seguridad de qué estamos haciendo lo mejor para ellos y no para nosotros, y en el caso de que exista un conflicto de intereses debemos prever los mecanismos necesarios para que no puedan influir en la decisión.

¿Y cuál es el supremo interés del menor?

¡¡Ay!! Ojalá fuera tan fácil definirlo. Si hasta en el Derecho es complicado, imagínate en nuestro mundo ético, en el que planteamos preguntas que muchas veces no tienen respuesta. Pero si tuviera que dar algunas pinceladas, creo que lo definiría como el derecho del menor a que, cuando se adopte cualquier procedimiento o decisión que pueda afectarle, sus intereses sean previamente evaluados, se hayan estimado las posibles repercusiones y se hayan tenido en cuenta con carácter primordial a la hora de tomar la decisión.

Se dirá: es cierto que algunas decisiones pueden tener un efecto indeseable que los menores, pero simultáneamente pueden tener un gran efecto beneficioso en la sociedad. La respuesta es sencilla: no estamos defendiendo la prohibición de cualquier medida que tenga el más mínimo efecto sobre los menores, sino que en su balance ese efecto debe ser siempre mínimo, temporal y gestionable y en cambio el beneficio de los mayores debe ser máximo, permanente y amplio.

¿Y el “Primum Non Nocere”?

Esta frase, que se suele adjudicar al Juramento de Hipócrates (aunque no consta en su versión tradicional) y que todos los profesionales que tratan a niños y enfermos deben tener grabada a fuego, significa “ante todo, no dañar”.

En su enfoque más aceptado (no limitado a la medicina, sino a cualquier intervención en la esfera del menor) implica que, como primera aproximación a dicha intervención, se ha de considerar de modo prioritario y esencial si afecta de cualquier forma negativa a ese menor, y en tal caso – y si dicha afectación es relevante o grave – debe rechazarse.

Dicho de otro modo, si en cualquier intervención humana sobre las personas el beneficio esperado debe ser mayor que el daño potencial, en el caso de los menores este criterio se acentúa, el beneficio lógico para ellos debe ser infinitamente más elevado que el daño razonable esperado y debe evitarse cualquier riesgo grave por extraño o infrecuente que pueda parecer.

¿Podemos resumir todo esto en unas pocas líneas?

En la lotería de la vida hay veces que no nos sonríe la fortuna y el destino nos trae retos y cargas muy difíciles de afrontar. Una de ellas puede ser un hijo con una enfermedad o discapacidad grave. Jamás juzgaré a quien le toque tomar decisiones tan difíciles y excepcionales: cada persona libra una batalla que no conocemos. Pero cuando unos padres, ante un reto de este tipo, asumen al máximo su responsabilidad y abandonan su propia vida para volcarse en el cuidado de aquel a quien el destino puso en sus manos, encarnan el ideal ético que he tratado de esbozar y dan el máximo significado a la clásica expresión “buen padre de familia”.

Carlitos, termino con algunas cuestiones prácticas

Nunca tuvo sentido médico ni epidemiológico encerrar en casa a los niños durante dos meses en sus casas, privándoles de respirar al aire libre, de caminar, de hacer ejercicio, de generar vitamina D. Pero además (primum non nocere) esa medida tuvo un impacto negativo inmediato, como fue el crear en su mente infantil el miedo a lo desconocido, a salir a la calle, a vivir. No fue raro el caso de niños que el 26 de abril de 2020 se negaron a salir a la calle por miedo o lo hicieron aterrorizados. Sólo por ese daño, jamás debió hacerse y jamás debe volver a suceder.

Probablemente no tuvo ninguna lógica cerrar los colegios, y mucho menos hacerlo de forma inmediata y sin prever los medios para que se pudiera mantener la labor educativa. Es conocido el impacto que tiene la no presencialidad en la educación de las clases menos favorecidas. Pero si incluso se admite que en aquel momento no hubo mas remedio, no estuvo justificado mantener la semipresencialidad en el curso 2020-21. Si se podía causar un daño a terceros adultos (no lo discuto ahora) para mitigarlo no estaba justificado perjudicar a los menores.

Si fue necesario (algo muy opinable) el cierre de una parte del ocio (con el impacto que tiene en la construcción de la personalidad del adolescente y joven) no fue admisible en absoluto que esa restricción viniera acompañada de mensajes que literalmente rezaban “te concedo que salgas a la calle a cambio de la vida de tu abuelo”. Ese impacto continuo en la mente de los jóvenes provocó un “nocere” que tiene hoy como consecuencia el desbordamiento de los servicios de salud mental. Alguien debe pagar, pero – sobre todo – nunca más debe volver a suceder.

En aplicación directa de los principios comentados, la vacunación indiscriminada infantil y juvenil va contra cualquier buen juicio. Si estamos de acuerdo en que – como en cualquier innovación médica – existe una relativa incertidumbre a largo plazo, y asimismo en que el impacto sobre los menores es residual, la vacunación infantil debería ser un proceso totalmente individualizado en función de las necesidades personales de cada uno, nunca de su – teórica – utilidad social. Pretender vacunar a todos porque son vectores de contagio (cosa falsa, por otro lado) viola el principio de no hacer daño potencial y hace pasar a los menores por un riesgo (por ínfimo que sea) para proteger a los adultos. Nunca más.

Por el mismo criterio, las mascarillas en los niños nunca debieron admitirse y deben retirarse inmediatamente. Porque siendo mínimo (o nulo) su beneficio, causan un daño importante y difícilmente reparable sobre la psique de aquellos sujetos especiales de derechos que están a nuestro cuidado. Nuestros equipos de salud mental pueden dar fe de ello. Y por el mismo motivo, no es defendible tampoco ralentizar su retirada porque la sociedad no esté preparada para ello.

Corolario para finalizar

Los niños tienen una asombrosa resiliencia. Son capaces de procesar experiencias limite y sobreponerse. Pero que PUEDAN hacerlo no significa que DEBAN hacerlo. El niño no vive en su mundo, sino en el nuestro: en el de los adultos, a los que nos solicita amparo, protección y normalidad. Nuestra máxima responsabilidad es darles esa protección y remover los obstáculos que la dificultan.  Es dejarles vivir en su mundo infantil. Por eso, no podemos imponerles ningún tipo de actuación que ponga en riesgo (por mínimo que sea) su estabilidad y seguridad psicofísica para proteger a los mayores de una amenaza potencial.

Si algo supone un peligro para los adultos pero no para los niños, nos protegeremos como podamos, pero a ellos no les debe afectar. Nuestros hijos no son nuestros – ni del Estado – son hijos de la vida. Es hora de cambiar. Hoy mismo, ahora. Debemos construir un nuevo mundo que proteja su presente e impulse su futuro. No hay tiempo que perder.

¿Y quién es Carlitos?

Carlitos falleció hace algún tiempo, a los 16 años, rodeado del amor de su familia. Cada minuto de su vida estuvo cuidado y protegido por aquellos a quienes la vida, sin preguntarles, asignó tan alta y difícil responsabilidad. Igual que Aristóteles dedicó su obra a Nicómaco y Savater a Amador (y sin el más mínimo ánimo de compararme con ambos) he querido dedicarle estas líneas a él y a su familia, ejemplos de bonhomía en su caminar por este mundo. Que sean inspiración para todos nosotros.

Foto: Diego Radamés

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