Mi amiga Ana solía decirme cuando éramos más jóvenes que no me enamorase nunca. Que era peligroso y que nunca había vuelta atrás. Que es precioso y se disfruta mucho, pero que también se sufre y que por momentos es horrible. Que obliga a lanzar una moneda y que es más probable que salga cruz.
El caso es que no te obedecí, Ana. Y no sería por tu insistencia, como creo que ya habrá quedado claro. Tuve la suerte de que me ocurriera lo que parecía impensable que me pasara. Sentía que lo podía todo, que nadie estaba más contento que yo, que cualquier problema que se presentara en la casa de mi vida lo echaría rápido. Rápido y con elegancia, no con malos gestos. Para qué me iba a enfadar. No me podía enfadar con nada. Estaba en otro lugar, en otro mundo. Nada que ver con lo que conocía hasta entonces. Caminaba imperturbable. Todo lo disfrutaba. Nada lo padecía.
Entendí muchas cosas. Aprendí a conjugar la vida con un nosotros en lugar de un yo. Dejé de ser la primera persona de mi cabeza. Me ilusionaban las cosas que sabía que le ilusionarían a ella. Un simple golpe de imaginación me bastaba para saberlo. Llevaba las gafas de la ternura y un anillo invisible en el dedo corazón. Vislumbré lo que podía ser la vida eterna. Llegué a bocetarla, incluso. Pero no se nos concedió el tiempo suficiente para pasarlo todo a limpio.
Un día se terminó. Recuerdo lo que más solía repetir en aquellos momentos: de qué vale vivir ahora que sé que existe ese amor y ya no lo tengo. Le comenté esto a una chica que conocí al poco del adiós definitivo y su respuesta fue asentir de manera rotunda y amplia con la cabeza. “De nada, Alberto. No vale de nada”. En esos días fue cuando más entendí lo que mi gran amiga Ana quería decirme con aquello de que no me enamorase jamás. Lo precioso se esfumó y lo horrible se solidificó. La moneda comenzó a salir cruz constantemente.
Pero también supe que el amor es la pieza artesanal más bonita del universo. Todavía me parece increíble que un sentimiento de su magnitud y trascendencia esté al alcance de seres como nosotros. Creo que realmente nadie está preparado al cien por cien para experimentarlo jamás. Ni con veinte ni con cincuenta años. Ni siendo tu primera vez ni teniendo a tus espaldas incontables vivencias reseñables. El amor nos iguala a todos por lo bajo. Empezamos siempre desde el punto inicial. Quizá nos hagamos una idea sobre qué caminos tomar, pero nunca estaremos seguros de si esa era la ruta adecuada hasta que la terminemos.
El amor te coge desprevenido. Con los platos sin fregar y la habitación por ordenar. Del amor me parece asombrosa su fragilidad. Es una mariposa en la carretera. Un vaso de cristal. Duro y sólido pero poco resistente. Conviene cuidarlo y protegerlo para que no se rompa en mil pedazos. Luego seréis vosotros mismos quienes tengáis que recogerlos, además. El amor es escuchar una canción y acordarte de alguien cuando el cantante también lo hace. Y el desamor es confiar todo a que el cantante entone una frase optimista en lugar de una pesimista. Pero en el amor hay que volcarse y entregarse en cuerpo y alma. Si no, no es amor. Querer, amar, desear y enamorarse hasta no poder más y creer que vas a reventar. No guardarse nada. Todo valdrá la pena. Siempre.
Ayer fue San Valentín y es inevitable recordar. Yo siempre sabré lo justo sobre el amor. Nunca podré deciros nada especial sobre él. Lo poquísimo que sé del amor me recuerda siempre que fuimos afortunados. Que a la desdicha le sucederá la bonanza. Que amar es cruzar un lago helado con la delicadeza de los pétalos de un tulipán.