No existe ningún plan perfecto que pueda verse libre de imprevistos. Y un imprevisto existe siempre, un pequeño detalle que pone en peligro todo en el último momento, considerado irrelevante y olvidado, pero que de repente se convierte en la palanca que puede hacer saltar todo por los aires.
El plan habitual es ese tradicional pacto de silencio (aunque tapado por el ruido de aspavientos y escenificaciones públicas sobreactuadas) entre gobierno y oposición, por el cual los primeros hacen y los segundos critican, en una cómoda espera teatralizada entre elecciones en la que cada bloque reproduce sus consignas sin la más mínima intención real de provocar cambios o procesos de diálogo que puedan desembocar en una suerte de gestión política que no responda a las dinámicas de bloques y partidos. Ningún gobierno admite ideas de la oposición por efectivas que puedan resultar, del mismo modo que ninguna oposición colabora a la acción política del gobierno por necesario que pueda resultar para los administrados, que asisten a la representación como convidados de piedra cuya opinión y necesidades son indiferentes para unos y otros.
Y así, los dos bloques alimentan a su público con broncas interminables y desacuerdos a menudo innecesarios con el único objetivo de hacer lo que se espera de ellos, volviéndose por completo inútiles. Algo que, sin duda, recuerda aquello que nos recordara Max Weber cuando afirmaba que «la acción política guarda una relación absolutamente inadecuada, y frecuentemente incluso paradójica, con su sentido originario».
Un equilibrio que solamente es posible por la inactividad efectiva de cargos electos que, de manera egoísta y conservadora, sólo piensan en sus propias ganancias y opciones electorales dentro del partido que les garantice una presencia destacada en listas, y que terminan por afianzar ese reparto de papeles entre gobierno y oposición que a fin de cuentas satisface a unos y a otros y por promover el mantenimiento del estatus quo de la clase política acomodada. Porque en el gobierno se vive bien. Pero en la oposición también. Fuera de los bloques sin embargo hace frío.
Así es habitualmente entre elecciones. Incluso durante las elecciones. Cualquiera que haya vivido desde dentro una noche electoral coincidirá en que se le parece mucho a la noche de fin de año. Los partidos políticos esperan el recuento de votos en sedes y hoteles y acaban juntos en la discoteca celebrando sus buenos resultados. Y cuatro años por delante hasta la próxima fiesta desempeñando el papel que haya tocado jugar. No hay más opciones, es una cuestión de identidad política binaria. Y los partidos no admiten opciones no binarias, no vaya a saltar todo el sistema por los aires.
Como ha sucedido, por ejemplo, en el Ayuntamiento de Madrid, a concejales de gobierno y de oposición que se desayunaron una mañana con la tostada atravesada después de escuchar a un pequeño grupo de cuatro concejales de izquierda reunidos en el grupo mixto independiente que estaban dispuestos a negociar con el gobierno de PP y Ciudadanos unos presupuestos a cambio de hacer un cordón sanitario a Vox y de incluir en el acuerdo propuestas de la izquierda. Herejía. Los trans. Los no binarios de la política.
Una cosa es decir que uno es libre y que no se debe a ningún partido. Pero llevarlo a cabo es poner patas arriba toda la función. Lo cual, en cualquier caso, no hace sino dejar cierto espacio a ese indeterminado «yo no sé qué» pascaliano, a esa «tan poca cosa que no se le puede reconocer» pero que remueve todo por imprevisto. En suma, algo, ce je ne sais quoi, que se halla entre lo fortuito y la nimiedad y deja sin argumentos tanto a los de «necesito los votos de la extrema derecha porque con la izquierda es imposible pactar» como a los de «la derecha nunca aceptará nuestras propuestas porque no está dispuesta a negociar». Y se han puesto todos de los nervios, Almeida pidiendo perdon por no bajar los impuestos a los ricos, reconocer como hija predilecta a Almudena Grandes y recuperar el Orgullo LGTB para Madrid, entre una larga lista de concesiones y socialistas y masmadridistas puestos en evidencia por cuatro independientes al no haber logrado en dos años una sola medida de calado progresista. Almeida se ha metido en la boca más magdalenas de las que pensaba que podía tragar.
Almeida se ha metido en la boca más magdalenas de las que pensaba que podía tragar.
El asunto daría para hablar bastante del serendipity, esto es, del papel del azar en la política imprevista. Debe ser que es cosa de pobres muy pobres, o locos muy locos, como decía Mauricio Wiesenthal. Ahora bien, lo que sorprende, para no apartarnos demasiado del tema, es que vivimos en una política que, por un lado, se carga de razones y argumentos sobre la eficacia, la eficiencia, la racionalidad, el diálogo y la utilidad, mientras que, por otro, si lo juzgamos desde dentro de su fundamentalismo electoralista, partidista e instrumental, nos muestra un panorama irracionalmente racionalizado, a rebosar de gestos y artefactos, de utilitarias inutilidades, incapaz de resolver los problemas más importantes. Nuestros representantes se han vuelto torpes e inútiles, centrando su actividad en alimentar su imagen personal, producir contenidos para redes sociales, elaborar eslóganes y acumular favores de partido para la próxima cita electoral. Pero de lo importante… Nada. De aquello para lo que son elegidos, que es hacer política (y hacer política no es hacerse fotos y vídeos en Twitter para sumar likes) se han vuelto tan absurdos como esos rascacielos que se alzan en la costa para para ver cómodamente la playa y el mar, al precio de destruir la playa y el mar que pretenden contemplar…
Todo lo cual, tal y como está la política, creo que, aunque sólo sea para atrevernos a transitar por caminos imprevistos y diferentes que nos lleven a salir de la dinámica de bloques inútiles actual, debería llevarnos a reconsiderar aquella vindicación de la utilidad de hacer saltar por los aires el plan preestablecido.