Habrá quien considere que es una locura afirmarlo, pero desde el fin del Estado de Alarma, el pasado 9 de mayo, la pandemia ha despertado el fenómeno de las dos Españas. En realidad son muchas más que dos, que ya es sabido que en la piel de toro hay 47 millones de entrenadores que además seríamos estupendos presidentes del Gobierno. Pero al final acaba siempre en dos: nuestra España, la buena, y su España, la mala. Las dos sociedades que trajo la salida del Estado de Alarma son la covidiana y la no covidiana.
La dualidad puede estar más o menos soterrada a pie de calle, pero aparece donde menos te la esperas: un caballero que te regaña por tocar la fruta en un supermercado para indicarle al frutero cuál quieres; una señora que te afea pasar demasiado cerca de ella en una calle sin hacer uso de la mascarilla; o el vigilante que quiso ser como Starsky o Hatch pero no le dio la nota, y se apresta en cuanto puede a indicar que la mascarilla debe tapar la nariz, y la tuya va por debajo. Para quien además sea amante del riesgo y le dé por llevar sus consideraciones a las redes sociales, especialmente Twitter, no es ya que haya dos Españas: es que hay una guerra civil abierta, inmisericorde, total, fraterna.
Una de esas Españas está compuesta por gente que se resigna a las medidas aunque no las entienda, por personas con mucho miedo a cualquier mínimo riesgo de infección, e incluso por quienes nos encerrarían en casa todo el tiempo siguiendo el ejemplo australiano. Es la España de los santos pandémicos, de quienes aceptan sin rechistar (“ellos sabrán, si lo mandan por algo es”), de los confinadores con ganas de toque de corneta, de los zerocovidianos, de los policías de balcón, e incluso de la “Tribu de los Nada”, fenómeno social que abordo en este enlace, precisamente en Twitter.
La otra España, tan cainita como la primera, está compuesta por quienes están hasta el gorro “de tanta tontería”, y también por quienes han leído todo lo leíble y más, y están convencidos de que hay explicaciones de lo más variopintas para lo que estamos viviendo. Aunque no siempre están de acuerdo entre ellos, encontramos por aquí a quienes nunca han creído en la crisis de salud, a quienes niegan el virus y a quienes llaman de todo a las vacunas menos lo que son: las principales aliadas, aunque posiblemente no las únicas, para salir de aquí cuanto antes mejor. Si a alguien le viene a la mente el consabido sambenito (negacionista, conspiranoico, antivacunas), y solo por evitarnos líos: sí, venga, vale, esos. Aunque esos términos se hayan utilizado de forma ventajista siguiendo cánones clásicos de la propaganda política, como la simplificación, la ridiculización y la exageración.
En el medio intentamos estar quienes llevamos meses sin negar nada. Simplemente afirmando: que sí hay un patógeno nuevo, que sí ha habido una crisis de salud importantísima, que sí tenemos unas herramientas científicas que son la pera limonera, que sí seguimos haciendo frente a una amenaza en realidad desconocida, y que sí era necesario contener determinadas riadas de hospitalizaciones. Pero que, con la misma, seguimos afirmando: que sí hay hartazgo por el circo de algunas medidas más cosméticas que sanitarias; que sí se han adoptado medidas impropias de sociedades adultas (como la mascarilla obligatoria en cualquier lugar fuera de casa); que sí hay razones de inercia e incapacidad política, más allá de las sanitarias, para mantener las restricciones; y que sí ha existido un relato, sin que ningún “orden mundial globalista” lo haya impuesto, tendente a exagerar el miedo, la culpabilidad, la moralina fácil y el reproche a los semejantes. Somos los que nos llevamos más tortazos, de unos y de otros… Aunque sarna con gusto no pica. En este hilo tuitero de un buen amigo se puede encontrar un despliegue más amplio de lo que significa “afirmar”.
Y, la verdad, creo que ha llegado la hora de rubricar un armisticio si de veras queremos “salir mejores”. El mantenimiento en posiciones de trinchera, en formaciones de combate o en tener preparado el reproche navajero, no nos va a aportar nada bueno. Considero que hay una premisa básica de la cual podemos partir: con independencia de qué actitud haya tenido cada cual frente a la pandemia, casi todo el mundo ha primado el bienestar de los suyos y de sus semejantes. Incluso si sus postulados generan más daño que beneficio, a corto o largo plazo, es seguro que en la mayoría de los casos la bonhomía, el cuidado y el salir lo más indemnes posible de esta situación, son los sentimientos que han estado en la raíz de los comportamientos que cada cual haya adoptado.
Propongo que tengamos esto presente a la hora de interactuar con otros. Que nos hagamos a la idea de una especie de deuda moral con quien tenemos frente a nosotros. Que lo que hace, dice o piensa es porque cree también en nuestro bienestar, presente o futuro. Y que eso es algo por lo que estar infinitamente agradecidos.
Seguramente la mayoría de los covidianos han estado preocupados por la salud física, propia y ajena, muy centrados en el presente. Incluso aunque a veces hayan llegado al extremo de lo paranoico, gracias por pensar en todos nosotros.
Seguramente la mayoría de los no covidianos han estado preocupados por nuestra salud mental y social, y mirando más hacia el futuro. Incluso aunque a veces hayan llegado al extremo de lo paranoico, gracias por pensar en todos nosotros.
Firmemos un armisticio, los santos pandémicos, los negacionistas, los zerocovidianos, los conspiracionistas, los confinadores, los anti-medidas, los escépticos y hasta los miembros de la “Tribu de los Nada”. Y los afirmacionistas. Honremos a quienes se nos han ido por el camino. Que sepan, si nos pueden ver desde algún lado, que de verdad hemos sido capaces de salir mejores.