He de confesarme un amante de la distopía. Imaginar universos alternativos, en qué punto estaríamos en la actualidad si determinados acontecimientos históricos nunca hubieran sucedido o se hubieran desarrollado de otro modo, es algo que me apasiona. Por eso, voy a permitirme la licencia (literaria) de cambiar un hecho puntual del pasado, la de un lejano 7 de septiembre de 2013.
Ese día, el Comité Olímpico Internacional decidía que fuera Tokio la ciudad que albergara los Juegos Olímpicos de 2020. Ahí entra mi modificación, cambiando la capital japonesa por la española. Es fácil dibujar una noche de celebraciones; por fin Madrid, después de tantas décadas de frustraciones, tenía sus Olimpiadas. Seríamos el centro del universo deportivo y en un año tan redondo como en el que hoy vivimos.
Los 8.000 millones de euros (reales) gastados en infraestructuras, promoción, instalaciones entre todas las candidaturas que había presentado Madrid merecerían por fin la pena. Habría que invertir mucho más para dejar la ciudad y todas sus sedes satélite listas para este gran evento, pero qué importa, ya no seríamos la única gran capital europea sin JJOO.
Pasan los años y el estadio de la Peineta pasa de ser un recinto sin alma en tierra de nadie a convertirse en el estadio más moderno del mundo. De momento no ha albergado ni un solo partido o competición, pero está listo para el momento exacto en que se encienda la antorcha en su pebetero, ya de camino. El antiguo cauce del Manzanares es ahora un enorme recinto para actividades acuáticas, no muy practicadas en Madrid, es verdad, pero tenían que hacerse, pese a su coste, sí o sí.
Queda medio año para la gran cita. Despedimos 2019 ilusionados por lo que nos va deparar un futuro prometedor, aunque un poco preocupados por un virus en China que ha obligado a cerrar una ciudad de la que nunca habíamos oído hablar. Ojalá les vaya bien, dicen las autoridades madrileñas y españolas, que a finales de enero han organizado un gran (y caro) evento en la Puerta de Alcalá para dar la bienvenida a la bandera de los cinco aros unidos.
1 de marzo. Lo de la gripe asiática ya no queda tan lejos. Italia ha confinado varias regiones y en nuestro país empiezan a aparecer algunos casos dispersos. Los Juegos, por supuesto, no se cancelan, la situación no es tan grave y se ha invertido demasiado dinero como para suspenderlos. Dos semanas después, el Gobierno de la nación anuncia que se activa el estado de alarma, todos tenemos que quedarnos en casa y que, por supuesto, el sueño olímpico madrileño debe quedar pospuesto hasta el próximo año.
Doce meses después, la situación no ha mejorado. Madrid mantiene que las Olimpiadas se van a celebrar de cualquier forma, con menos público, con estrictas medidas de seguridad y asumiendo pérdidas millonarias (otra pincelada de realidad: los organizadores de los JJOO de Tokio han elevado el presupuesto, después de todos los acontecimientos, hasta los quince mil millones de euros). Todas las esperanzas, al traste. Lo ideal sería esperar un año más, a 2022, pero esa opción no está encima de la mesa. Este verano o nada.
El final me lo guardo para una segunda entrega, igual que están haciendo a día de hoy los organizadores de Tokio 2020. Pero la pregunta es obvia: aún sin pandemia, ¿hubiera merecido la pena un Madrid Olímpico? ¿Habría sido posible asumir todos los costes sin endeudar la ciudad durante generaciones, tal y como sucedió en Rio de Janeiro o Atenas? Nunca lo sabremos. O sí, porque nos volveremos a presentar.