Decía Fernando Simón que no había que “matar al mensajero”, horas después de volver a encontrarnos en estado de alarma cuando solo unos días antes había dicho que la situación estaba mejorando. Tiene razón. Bastante tiene con el “marrón” que le ha caído, compareciendo cada día ante una audiencia con las uñas sacadas, ávida de echar culpas a alguien ante la que nos está cayendo encima. Y creo, sinceramente, que Simón no la tiene.
Pero, si nos ponemos a exculpar, vamos a hacerlo bien. Empezando por la hostelería y el ocio en general, los grandes damnificados de esta crisis. Están siendo los primeros en los que las administraciones ponen el ojo cuando hay que cerrar algo porque la curva se descontrola, cuando bares y restaurantes son los que más han contribuido a tratar de apuntalar la fallida “nueva normalidad”. Han puesto mamparas, redistribuido mesas, comprado litros de desinfectante y gel hidroalcohólico, ampliado el mobiliario de sus terrazas, adaptado horarios… Todo para facturar la mitad que hace un año.
Pero les compensaba, porque necesitaban trabajar, después de tres meses cerrados a cal y canto y sin ingresar ni un céntimo. Pero todas esas medidas, cumplidas en la mayoría de los casos a rajatabla, de poco les han servido, ya que lo más fácil es obligarles a bajar la persiana una vez más, aunque los indicadores señalen que ni mucho menos es en esos entornos donde se producen el grueso de contagios.
Me imagino cómo debe sentirse el propietario de un bar que tiene que echar la llave a las once o, peor aún, cerrar directamente, cuando ve hordas de gente en los parques bebiendo en grupos sin respetar ningún tipo de medidas. O cuando llega a casa, enciende la televisión, y se encuentra con la crónica de reuniones de políticos en las que se saltan a la torera todos los sacrificios que nos piden a los ciudadanos.
Porque nosotros, las personas que de verdad cargamos cada día con esta losa, también empezamos a estar hartos. De que se nos mienta, de que nos hagan vivir en la incertidumbre, de que se nos haga responsables de un desastre del que somos las primeras víctimas. Llevamos demasiados meses poniendo en juego nuestra salud, física y mental, así como nuestro futuro, para que de la noche a la mañana se nos vuelva a apagar la luz. Y eso es lo más peligroso de todo.
Porque llegará un momento en el que, cuando tengamos que decidir si comprar pan o leche, ya que no podemos permitirnos las dos cosas, dejemos de resignarnos. La Covid-19 es un enemigo duro, pero no pensábamos que tendría aliados.