Es como ese trauma latente, que sabemos que está ahí, aunque no queramos reconocerlo, que nos recuerdan de vez en cuando y entonces aflora de nuevo. Hace unos meses escribí acerca del drama de la despoblación en nuestro país, sobre esa catástrofe que llena la boca de los políticos en campaña pero que nos sigue dejando, lenta pero irremediablemente, una España vacía.
Acaba de hacerse público un informe de la Asociación de Trabajadores Autónomos (ATA) en el que se pone de manifiesto la alta tasa de cierre de comercios en las provincias más afectadas por este éxodo rural. Una situación extrapolable a las zonas menos pobladas de la Comunidad de Madrid, que en una especie de círculo macabro van perdiendo habitantes, acabando con los comercios y, finalmente, con la vida fuera de los grandes núcleos urbanos.
En ese artículo del que hablo, que va a cumplir un año dentro de poco, dejaba abierta una puerta al optimismo. Parecía que se iban a implantar una serie de medidas recogidas en la Estrategia Nacional frente al Reto Demográfico, con acciones concretas para hacer más atractiva la vida en pueblos y pequeñas ciudades. Quizá peco de impaciencia y es algo que requiera más tiempo para cuajar, pero los datos desde luego no son en absoluto halagüeños. Y la luz que veía al final del túnel está a punto de apagarse.
Ojalá me equivoque, pero sólo hay que hacer un poco de turismo de interior para comprobar que difícilmente podremos hacer nada. Este verano tuve ocasión de visitar la preciosa y hace no demasiados años próspera localidad gallega de Monforte de Lemos. Pasear por sus calles es, por decirlo de una manera suave, desolador. No sabría decir qué porcentaje de comercios tienen el candado echado de forma permanente, pero sí que es suficiente como para saber que la solución hoy en día es, sencillamente, una quimera.
No se aplicaron las medidas que se debieron tomar en su momento, y ahora hay muchas palabras pero cero hechos. Una tormenta perfecta que tiene como resultado aldeas con cien viviendas, y todas deshabitadas. La Sierra Norte de Madrid no la va a llenar ni el WiFi ni las subvenciones para abrir casas rurales. Sólo puede revertirse la situación con un cambio de paradigma en nuestra mentalidad que a día de hoy no es factible.
Porque no vamos a renunciar ni a la comida a domicilio ni a la frutería abierta a las diez de la noche porque se nos han antojado naranjas. Eso sí, tengamos claro que esa comodidad puede tener un coste brutal que, de hecho, ya estamos pagando. A ver si nuestra próxima escapadita a un sitio con encanto va a ser a un montón de piedras que antes se llamaba pueblo.