Hace unos días hablaba con una amiga acerca de las peculiaridades de vivir en Madrid. Ella viene de lejos, yo de cerca, pero ninguna hemos crecido en nuestra peculiar «gran ciudad». Hablamos de la magia de Madrid, de sus calles con casas en las que jamás viviremos, de lo intenso de tener siempre el plan perfecto esperando, de la sensación de que nunca conoceremos esta ciudad como ella nos conoce a nosotras. Pero nada es perfecto, así que no tardamos en sacar el tema -íbamos de pie en un vagón metro plagado de gente en el que conseguimos entrar por lo que pareció un golpe de suerte- de esa presión invisible que ejerce Madrid sobre nosotros para que vayamos siempre corriendo, aunque no tengamos prisa.
¿Cuántas veces has corrido a coger el metro, en hora punta, cuando sabes que el siguiente pasará en un minuto? ¿Cuántas veces has sentido la frustración de tener que esperar en el andén ocho «larguísimos» minutos, sabiendo que vas con tiempo de sobra o, lo que es peor, sin ninguna prisa por llegar? Madrid te empuja a correr por la calle, de tienda en tienda, de camino a la estación, desde que bajas del autobús, cuando sales de trabajar. Decía mi amiga que desde que vivía aquí había conocido a demasiadas personas jóvenes con problemas de estrés y ansiedad, nada que ver con la ciudad de la que viene, nada que ver con el pueblo del que vengo. Prueba a pasear un día entre semana por las aceras del Paseo de la Castellana y verás lo difícil que es no terminar caminando a toda prisa a la par que todas esas personas trajeadas que la recorren, prueba y acuérdate de lo que ahora digo cuando cruces corriendo ese paso de cebra con el semáforo parpadeando que se va a poner en verde de nuevo en apenas un minuto -minuto que, por supuesto, no querrás esperar.
¿Es posible que amemos Madrid pero que al mismo tiempo nos vaya minando por dentro sin que nos demos cuenta? No sé si es una «psicosis de gran ciudad» o es un modo de vida que, a los que no somos de aquí, nos llama demasiado la atención. Después de hablar con mi amiga me quedé pensando: ¿Cómo de bonita sería Madrid si no la recorriéramos siempre a toda prisa?
Ojalá, algún día, nos demos cuenta de que a veces merece la pena perder el tren para fijarnos en ese edificio tan singular que hay al otro lado del andén y nunca habías visto, que esperar cinco minutos al metro puede significar que terminemos el capítulo de ese libro que nos tiene tan enganchados, que salir antes para ir dando un paseo puede regalarnos la paz que creemos que en Madrid jamás podremos encontrar.