Madrid es una ciudad con un formidable patrimonio arquitectónico, en la que podemos encontrar desde imponentes edificios clásicos como el Palacio Real o ejemplos de racionalismo europeo, hasta iconos del Art Decó (sólo hay que darse un paseo por Gran Vía) y el Modernismo.
Dentro de ese listado hay decenas de construcciones singulares e inclasificables como las psicodélicas Torres Blancas. Pero también nos hemos quedado sin algunos inmuebles que, inexplicablemente, fueron derruidos sin ningún motivo claro. Uno de esos casos es la antigua sede de los Laboratorios Jorba o, como era conocida, la “Pagoda de Fisac”.
Adoptó ese nombre por su arquitecto, Miguel Fisac, quien en 1965 llevó a cabo el encargo de la mencionada empresa y levantó en el número 30 de la calle Josefa Valcárcel un edifico a caballo entre la arquitectura asiática y los sueños futuristas de la época. Siete plantas de hormigón y cristal que giraban 45 grados una respecto a la otra, perfectamente visibles desde la antigua Nacional II. Obviamente, no tardó demasiado tiempo en convertirse en un símbolo de la ciudad.
Durante décadas, la Pagoda de Fisac fue una de las primeras postales que veían los visitantes procedentes de Zaragoza o Barcelona cuando llegaban a la capital. Pero a finales del siglo pasado, los Laboratorios Jorba se vieron obligados a deshacerse del terreno en el que estaba en el inmueble, pasando a ser propiedad del Grupo Lar. Paralelamente, el Ayuntamiento de Madrid, encabezado entonces por José María Álvarez del Manzano, elaboraba un catálogo de edificios protegidos para el nuevo Plan de Urbanismo de 1997 e incomprensiblemente La Pagoda se quedaba fuera. Sólo dos años después, los nuevos propietarios convenían que un nuevo edificio, más moderno y grande, rentabilizaría mejor el solar.
Hubo protestas de arquitectos, historiadores, los propios vecinos… pero no había nada que hacer. La especulación urbanística y el mal hacer del gobierno municipal permitieron el derribo de la obra de Fisac, quien llegó a apuntar que habría sido motivado como venganza contra él por su salida del Opus Dei. Nunca se probó y obviamente no parece tener mucha lógica, pero sea como fuere, el verano de 1999 fue el último que resistió en pie.
Madrid se quedó sin uno de sus símbolos de la forma más cruel posible, ignorándose las voces de todos aquellos que significaban la barbaridad que se estaba llevando a cabo. Pese a ser una obra relativamente nueva, se trataba indudablemente de una estructura con un enorme valor que jamás debió desaparecer. Esperemos que, al menos, sirva para que algo parecido no vuelva a suceder.