Como cada viernes después de comer, se asomó a la ventana de su oficina a las afueras de Las Rozas para echar un vistazo a la A-6. Y como cada viernes de verano después de comer, el atasco era monumental. Pero cuánto daría por estar dentro de esa masa de coches. Ello significaría que no estaría trabajando esa tarde y, sobre todo, que ese fin de semana estaría yéndose muy lejos del agobiante calor del asfalto de la Castellana. Quizá para emprender unas largas vacaciones en la costa, que este año no tendría por un proyecto que debían entregar a principios de septiembre y que también le supondría alguna hora extra de sábado.
Se acomodó en su silla con la operación salida a su espalda y encendió de nuevo el ordenador tras haberlo dejado en suspensión. En vez de abrir su hoja de Excel, pinchó dos veces sobre el icono del navegador para reservar una cena para dos en algún restaurante del centro esa misma noche. Ya que no podía irse a la playa, por lo menos iba a comer marisco. Recordó que hace unos meses le hablaron de un lugar de cocina catalana donde servían un arroz que quitaba el sentido. Pero que se olvidara de encontrar mesa sin reserva. Y que se le quitara de la cabeza intentar reservar con menos de dos semanas de antelación. Sin embargo, lo intentó. Y le dieron mesa para dos. Para esa misma noche, la del primer viernes de agosto.
Salió una hora antes del despacho, quizá mucho margen teniendo en cuenta que llevaba sin recibir un correo desde mediodía. Nadie trabaja ese día a esas horas, y nadie va a pensar que tú sí lo estás haciendo. La entrada a Madrid, aunque eran las seis de la tarde, resultó como si fuera de madrugada. Todos los coches de la capital debían estar ya en sus destinos de mar o montaña. A las seis y media estaba aparcando justo enfrente del restaurante, en uno de los numerosos huecos que había en la zona verde. Ningún vehículo de los ya estacionados tenía ticket, y a él tampoco le hacía falta ya que a partir de las tres de la tarde no hay que pagar.
Mientras hacía tiempo para la cena, se sentó en esa terraza que siempre estaba hasta arriba y que ese día, curiosamente, tenía buen ambiente pero también mesas libres. Le atendieron enseguida, la cerveza estaba helada y a medida que el sol se ponía la temperatura iba descendiendo, dejando una preciosa puesta de sol tras los edificios del centro y una ligera brisa que, es verdad, no era la de Formentera. Pero sí lo suficientemente agradable como para provocarle una sonrisa mientras cerraba los ojos paladeando su bebida.
Pagó y se dirigió a la calle Fuencarral, a sólo unos minutos, para comprar un par de cosas que le hacían falta. El bullicio y caos de cualquier día a esas horas era un sólo un tranquilo rumor, generado por unos cuantos viandantes sin prisas, es su mayoría turistas, que estaban disfrutando de un paseo por una de las calles más emblemáticas de la ciudad. Entró en la tienda y aprovechó que aún había productos en rebajas, así que en vez de un pantalón y unos calcetines salió de allí con tres bolsas llenas de ropa.
Ya eran más de las ocho, de modo que regresó al restaurante, donde ya estaba esperando su cita, y se sentaron a cenar. Aún había mesas libres y el camarero fue especialmente atento con ellos. Les ofreció los productos que tenían de temporada y un tinto que acababan de recibir, el cuál les recomendó probar. Aceptaron todas sus sugerencias y salieron de allí más que satisfechos, también por el hecho de que les invitaron al postre y al café.
Prefirieron regresar a casa y saltarse la copa, a pesar de que la habitual cola de ese bar de cócteles de moda no existía esa noche. Mientras subían por Velázquez, bajaron las dos ventanillas del coche y dejaron entrar el viento que antecedía a una tormenta que acababa de levantarse. Olía a lluvia. Cuando la primera gota de agua golpeó el cristal delantero, pensó en el atasco en el que le hubiera gustado estar hacía sólo unas horas. Y en un chiringuito atestado de gente rogando una ración de ensaladilla rusa y un botellín de cerveza a medio enfriar.
Al final no iba a ser tan duro un agosto en Madrid.