Casi podría decir que me he acostumbrado. Desde la moción de censura a Rajoy, allá por junio de 2018, tengo la sensación de vivir en una campaña electoral continua. De días llenos de promesas y de políticos atacando a diestro y siniestro para arañar un puñado de votos. Los gestos de cordialidad se han contado con los dedos de una mano y han dejado patente que hoy día la sociedad española está, aunque algunos no lo quieran ver, crispada y polarizada.
Sin embargo, todas esas declaraciones de cara a la galería y de actos públicos cargados de sonrisas tocan a su fin. Les quedan poco más de cien horas. El domingo 26 de mayo volveremos a votar. Y por partida triple, como si alguien hubiera querido empacharnos para que no tengamos ganas de volver a las urnas hasta pasado un buen tiempo. Ese mismo día, aproximadamente a las once de la noche, cuando vencedores (todos) y vencidos (veremos quién lo reconoce) den sus últimos agradecimientos a sus fieles votantes, pasaremos a ese terreno ignoto para cualquier ciudadano que son los pactos a hurtadillas.
Ya no habrá más estrechones de manos en residencias de ancianos ni besos por doquier en parque públicos a punto de ser inaugurados. Volveremos a ver a Diego, ese que acude siempre puntual a su cita, acompañando al que unos días antes dijo ‘digo’. Los puñales se convertirán en claveles y quienes no se podían ni ver se agarrarán de la mano para ‘el bien común’ y el fortalecimiento de las instituciones. Lo tengo claro, es así y así ha sido desde que la democracia es democracia. Y seguramente no cambiará nunca. Pero no dejo de resignarme a pensar que hay otra forma de hacer política.
Los sondeos dicen que tendremos un empate técnico entre la izquierda y la derecha en la Comunidad de Madrid. En otras palabras, habrá dos posiciones enconadas en la asamblea y, sea quien sea el que se lleve el gato al agua, se encontrará con una feroz oposición, completamente destructiva. Porque, ¿para qué remar todos juntos por el bien de la región cuando tenemos la posibilidad de hacerle la vida imposible a nuestro adversario? Y yo me pregunto, ¿no hay ningún punto en común, algún hilo al que agarrarse para que, gobierne quien gobierne, se vele por el bienestar de los madrileños? ¿Depende de las urnas que la Sierra Norte se convierta en una completamente despoblada antes de veinte años?
Son cuestiones que se quedarán sin respuesta, porque ningún candidato estará dispuesto a asumir un compromiso de trabajar por el bien de la Comunidad de Madrid sin importarle si gana o no los comicios. Porque significaría pactar por adelantado y de manera transparente, haciendo una campaña en la que, a fuerza de no atacar, quedaría enterrado por la retórica de todos aquellos que saben cómo ganarse a los electores. Aunque luego se olviden de ellos para abrazar al que ha sido su archienemigo hasta hace sólo unas semanas.
Es más, dudo incluso que todo esto que he planteado sea posible. No creo que haya nadie en Madrid, en España o en cualquier rincón de La Tierra dispuesto a esto. Seguramente ni siquiera yo, de encontrarme en la situación de cualquier aspirante a regir los designios de una cámara, sería capaz de resistirme a saborear las mieles del mando. Así que seguiré con mi rutina de mítines y entrevistas en radio hasta el domingo, y cuando llegue el día 27 volveré a imaginarme un país en campaña electoral, en el cual cada uno de nosotros es la persona más importante del mundo y nos colmen a promesas, besos y apretones de manos.