A casi todos los madrileños, hayamos estado o no en París, se nos encogió el corazón viendo cómo ardía la catedral de Notre-Dame. Estábamos viendo en directo cómo se calcinaban, por un descuido, siglos de historia recogidos en un edificio que es Patrimonio de la Humanidad desde 1991. Y se nos destrozaba, como digo, el alma, porque pensábamos en que esas llamas bien podrían estar devorando el Palacio Real, el Museo del Prado o la Catedral de la Almudena. Ay, la Catedral de la Almudena.
Esta cripta, la primera iglesia consagrada por el Papa fuera de Roma, fue objeto de burlas en redes sociales, preguntándose algunos tuitstars, más o menos conocidos, por qué el destino había decidido ensañarse con Notre Dame y no con el templo de la Calle Bailén. En su pleno ejercicio de libertad de expresión pueden, obviamente, pensar y a continuación escribir lo que quieran. Si la cosa se pone fea les basta con decir que estaban bromeando y si se va definitivamente de las manos poner un mensaje de disculpas y un lacónico “me he equivocado”.
El problema viene cuando se da la vuelta a la tortilla y los chascarrillos cambian de dirección. Es entonces cuando el derecho a escribir lo que le venga a uno en gana deja de existir, y aparecen las amenazas de querellas y denuncias como las amapolas en primavera. Porque cada vez resulta más sencillo denostar y ridiculizar símbolos y creencias propios, sin importar la ofensa a millones de personas, mientras que opinar sobre determinados temas pasa a ser terreno vedado y blanco de las iras de los autodenominados “demócratas”.
Algo parecido pasa con la hipocresía, intrínseca de cierta izquierda, que se empeña en recordarnos los sufrimientos del mundo cuando se nos escapa una lágrima porque vemos arder un emblema de occidente como es Notre Dame. Su pináculo aún seguía en pie mientras eran millones los comentarios en todo el mundo que decían que eso era una banalidad comparado con el sufrimiento generado por la guerra en Siria o la tragedia de los inmigrantes en el Mar Mediterráneo. Y no les falta razón. Pero callan cuando hay muertos cada día en las calles de Caracas o justifican las décadas de tropelías del régimen de los Castro en Cuba.
Sin embargo, ni en un caso ni en el otro es comparable. Nos duele Notre Dame porque está al lado. Porque hemos estado bajo su ahora calcinado techo, porque la hemos visto en infinidad de películas y, sobre todo, porque es Europa. Es occidente. Representa todo aquello que nos queda cerca, física o culturalmente, un símbolo de nuestro modo de vida, tan parecido en París, Londres, Madrid o Nueva York. Ese mismo modo de vida que muchos, pese a tener un Iphone desde el que tuitear y una Smart TV para ver con una sonrisa la tradición arder, se empeñan en rechazar y menospreciar.
No se me olvidará el lunes 15 de abril de 2019 porque se cumplió la profecía y ardió París, con unas llamas que bien podían ser el símbolo de todo lo que fuimos y que está desapareciendo. Mejor dicho, que estamos destruyendo. Con nuestro cainismo y nuestro buenismo. Con nuestro desprecio sistemático y cada vez mayor de lo que nos ha convertido en la sociedad más avanzada de la historia de la humanidad, en todos los sentidos.
Pero que nadie dude. Reconstruiremos Nuestra Notre Dame.