Me voy de gestiones bancarias. La verdad es que procuro no consumir demasiado tiempo esperando turno en una sucursal, o haciendo cola ante una caja. Me he ido acostumbrando (o me han ido amoldando), a realizar gestiones sencillas desde casa, conectado a un viejo ordenador. Me he instalado cómodamente en el más básico de los niveles, sin haberme atrevido a incurrir en las prácticas de esos jóvenes que ponen el móvil encima de un datáfono y pagan la hamburguesa.
Pero, aún con ese Nivel Below, bajo, de abajo, ínfimo, me doy cuenta de que hace meses que no piso una oficina bancaria más allá del cajero. Pero hay veces en las que no hay más remedio que poner un papel sobre la mesa física de un bancario, o bancaria, que no banquero, o banquera y firmar algo delante de él.
Procuro concentrar las gestiones bancarias en un solo día, para quitármelo de en medio de un plumazo. En estos pocos meses en los que les he dejado solos, me asombro de que la oficina ya no existe. La caja ha desaparecido. Allí no hay dinero. Si quieres dinero te acompañan amablemente a los cajeros automáticos.
Te acomodan ante una mesa de terraza de bar y te sirves un café, mientras esperas que las otras mesas se vayan despejando. Entre sorbo y sorbo ojeo un folleto en el que me cuentan que acabo de adentrarme en un espacio inspirado por mí. Más tecnológico, pero más personal, humano, cercano y transparente. La verdad es que si prestara un poco de atención, no sería difícil enterarme de los trámites que se van realizando a mi alrededor. Transparencia absoluta.
Cuando por fin me atienden, me explican que no pueden realizar ninguna de las gestiones que me habían traído hasta aquí, porque esto es un store y me dirigen a una oficina física, donde podrán atenderme adecuadamente. En fin, será para otro día, porque cuando salgo compruebo que he consumido hora y media y un par de cafés de máquina.
A ver si hay más suerte en el siguiente banco. También sigue siendo un banco, pero tampoco hay sucursal. Cinco cajeros automáticos a mi disposición y unas maravillosas explicaciones. Esto ahora es una cosa que llaman coworking space, o work cofee. Un montón de mesas en las que, según me entero, se puede trabajar, conectarse a internet, realizar operaciones financieras, recibir asesoramiento, mantener reuniones y asistir a eventos.
Buen café, buen trato y, si hay suerte, pasteles de autor. Tampoco me pueden atender. Si lo deseo me ayudan a tramitar algo por internet, pero los asuntos físicos quedan fuera de su alcance. En fin que me voy a la tercera y última entidad bancaria que tengo programada, desolado porque no resuelvo nada, pero confiado en que pueda terminar solucionando algo esta mañana.
Ahora sí, en mi último encuentro con la banca desvirtualizada, encuentro una sucursal con cajeros automáticos, cajeros humanos, despachitos, enormes colas para ser atendido y hasta me siento reconfortado. Cuando me reciben, el problema es que no pueden tampoco aclararme nada porque, tras la fusión reciente con otro banco, el sistema informático se viene abajo cada dos por tres y hoy toca una de esas dos.
Además, me avisan de que en mi próxima visita, la que ahora me parece acogedora y hasta familiar oficina, se habrá transformado en una Fintech que formará parte de una smart red, especializada en atención multicanal y Tecnología Financiera. Eso sí, todo con mucho human touch. Me entregan un folleto que lo explica.
He echado la mañana. No he resuelto nada de cuanto había previsto. Al salir me encuentro con una jovencita que he visto trabajando en la sucursal. Me cuenta que la han contratado temporalmente hasta que la oficina se reestructure y el ERE de miles de trabajadores del banco termine de negociarse.
Ya no hay quien entienda nada cuando hasta las catedrales y las modestas iglesias de la religión del dinero se transforman en cafeterías donde se puede charlar sin resolver nada en concreto. De pronto me asalta una reveladora visión: La banca se ha convertido en una gran mascarada transitoria para entretener al cliente hasta que termine asimilando que el dinero ya no existe y que su reencarnación cabalga por los algoritmos de la red, a lomos de un teléfono móvil.