Son pocos los que aportan contenido a esa pasión de masas que es el Fútbol, y al frente de ellos siempre estará Johan Cruyff; tan inmensa es su influencia que el imago del 14 trasciende los límites del juego, principalmente por su carácter innovador.
Porque el fútbol total de Rinus Michels, esa naranja mecánica de espectacular defensa donde las piezas se podían permutar de manera inverosímil hasta situar de mediocentro al extremo, permutar lateral izquierdo y ariete o dejar en punta al líbero, necesitaba, sin duda, de un líder de su envergadura y talento.
Talento que ahora a menudo se equipara, por error, a simple habilidad, pero es otra cosa.
Cruyff supone estilo y cambio, igual que las vanguardias artísticas. Y como los movimientos culturales realmente valiosos, rompió con los criterios establecidos para propiciar una evolución que ha derivado en el juego de párrafo largo, intrincada retórica y modo subjuntivo de la Roja tricampeona, a través del BARÇA.
Cuando, siendo jugador, fichó por el sempiterno subcampeón, fue recibido en el aeropuerto con la inmanente fanática de cualquier rutilante estrella del Rock. Para entonces, George Best ya era el quinto Beatle, pero el holandés irrumpió como si vinieran McCartney y Lennon con dos más vociferando su Revolution desde la escalerilla del avión.
Tras la época de Di Stéfano, caía en la liga española (sin marketing de LFP) la primera figura de la Era Pop.
Sobre el césped, dirigía la orquesta desde un montículo, o señalando como un dios en su Capilla Sixtina durante la creación del juego. Sólo era, sin embargo, creyente del fútbol (“En España, los 22 jugadores se santiguan antes de salir al campo. Si resultara, siempre sería empate”), de un fútbol basado en el privilegio de los genios: la simpleza.
Hay dos rasgos definitorios en su desbordante personalidad: la mente lúcida y el innato carácter de líder, sin posible discusión. Después, su condición de futbolista sorprendente: por su explosivo cambio de marcha, la movilidad de lagartija, su pausa aislante y ese regate único, después reproducido hasta por duendes como Butragueño.
Y queda en la memoria emocional de los aficionados, más allá del histórico 0-5 en el Bernabéu, el remate en aérea espuela frente al Atleti, con Benegas de estatua de sal y Miguel Reina estupefacto, presenciando una aparición.
Otro célebre gol de los suyos, también volátil, sería el que sumó ante Brasil en el Mundial del 74.
En nuestra cultura de masas, los que vimos jugar a Cruyff siendo todavía adolescentes en una España definitivamente retrógrada y rancia, la presencia de aquellos melenudos holandeses que enamoraban tanto como Camilo Sesto a nuestras novias y hermanas, aireó, además, sublimes fantasías de modernidad.
Y Cruyff, icono y mito cuando las mujeres carecían de cuenta corriente y un beso en la calle era delito, fue la máxima expresión de ese momento.
Cruyff, el genio que en su característico discurso siempre equivocaba el género al hablar en español y confundía las golondrinas con palomos.