Situado en la céntrica calle Mesón de Paños, a pocos metros de la Plaza de Ópera, el Rock&Roll Madrid no es un simple restaurante, sino que se erige como un espacio cultural. Su nombre ya denota a la perfección en qué clase de ambiente vamos a realizar nuestra degustación, pero si enriquecemos la introducción con la aposición explicativa que configura su nombre completo, ‘Hamburger&Gins’, ya comprendemos de qué va la cosa.
Nada más entrar en el local, un mural protagonizado por la tormentosa pareja Kurt Cobain & Courtney Love nos sitúa en contexto, nos encontramos en el purgatorio de los vicios. Ni cielo ni infierno, en el punto medio, donde reside la virtud, está su equilibrio entre los pecados carnales, de las hamburguesas, y los celestiales, de los gintonics, el legado de Baco en el Siglo XXI. Equilibrio decimos, por el contraste de conceptos y repercusiones musicales, al integrar en el diseño de la barra –situada enfrente del mural-, la famosa silueta de los Beatles en Abbey Road. Toda banda mitómana tiene cabida en este espacio, llegando a abarcar con algunos de sus logos más famosos (Nirvana, Gun´s N´Roses, The Who,…) la decoración de las mesas.
Como todo buen reto, está dispuesto en fases, niveles, o para ser más exactos, estancias. La primera, el espacio musical, cultural, tranquilo, relajante, de postureo si se quiere –tan de moda como los propios gintonics-. Con un sofá de los que presidiría el salón de tu casa, y unos sillones de los que desearías no levantarte nunca. La cámara de los placeres carnales, situada al fondo, no es otra que la pausada esencia de aquello que hemos ido a hacer allí, disfrutar de la carne –o el pollo, o el pescado, según se desee-. Pausada por los necesarios trámites a cumplimentar antes de saborear nuestro objetivo. El primero de ellos, como ya hemos dicho, es mimetizarse con el entorno, aspecto inevitable seas o no melómano. El segundo, disfrutar de la clásica caña precursora del apetito al tiempo que oteamos la inabarcable colección de botellas de ginebra, dispuestas de forma sutil, elegante, con tintes de Oscars que podremos recoger, eligiendo la categoría, al finalizar nuestra degustación. Y el último trámite, o trámites en plural, harían referencia a una sensación probablemente cercana a aquella producida por los inhibidores vicios de Love y Cobain, los incalificables entrantes, para todos los gustos y con un sola característica en común, la insana salivación que provocan a cada bocado.
Para cuando alcanzamos el clímax de la jornada, de la velada, del recorrido, el apetito no ha hecho sino aumentar hasta cotas orgásmicas. Al descender del mismísimo cielo una hamburguesa, de nombre Elvis Presley, coronada con una hoja de rúcula emulando el carismático tupé de la estrella, la percepción lumínica de la estancia se intensifica, aunque curiosamente concentrada sobre nuestro plato. La degustación, o el acto de gozo más cercano al sexual que al gastronómico, no podía quedar tan satisfecha. Nunca antes las expectativas habían sido tan bien cubiertas, tan ajustadas a aquello que imaginábamos. Los franceses llaman al orgasmo, ‘la pequeña muerte’. Y así salimos del purgatorio del Rock&Roll Madrid, sin saber sin andamos o levitamos, si somos Haley Joel Osment en ‘El Sexto Sentido’ o seguimos siendo un humilde redactor y su conciencia, aturdida por un cerebro que, como la boca, sigue salivando al rememorar la reciente pérdida de años de vida, placeres así nunca serán sanos.